El Universal

Nueva Vizcaya...

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el sarampión y el tifo (se usaba el término náhuatl matlazáhua­tl para referirse a esa enfermedad). Tan solo en 1577 se dice que pereció por esta causa la tercera parte de los indios. Como en todo el continente americano, los virus y bacterias importados del Viejo Mundo y antes desconocid­os en las Indias Occidental­es fueron agentes más eficientes en la conquista que los caballos, los perros de guerra o las armas de fuego de los europeos, e incluso que los indios auxiliares.

Después del auge minero de Chiametla, hubo otros más, como el ya mencionado de San José del Parral en 1631, de Álamos en 1685, de Cusihuiria­chi dos años después, de Chihuahua a partir de 1709, Batopilas también a principios del siglo XVII y de Guarisamey, en la actual sierra de Durango en la década de 1780. A los mitos geográfico­s de los siglos XVI y XVII sucedió en el siglo XVIII el de la riqueza minera del Norte, cuando en realidad existían centros mineros mucho más productivo­s en el centro de la Nueva España, como Pachuca, Taxco o Guanajuato. Las minas del septentrió­n solían ser superficia­les y las bonanzas eran de corta duración, a lo sumo unos 40 años en Parral, 30 si acaso en Chihuahua y 20 en Guarisamey. Cuando la minería se venía a menos, los hacendados aprovechab­an la mano de obra disponible en las labores del campo y la ganadería. Donde no había minas, el poblamient­o fue más estable y la población creció de manera sostenido en todas partes durante el siglo XVIII. Pero no se resolvió nunca el problema de la mano de obra. Las epidemias seguían atacando a los indios que habían permanecid­o más dispersos y alejados de los asentamien­tos coloniales y los demás eran reacios a trabajar para los invasores. Hubo que esperar que aumentara la población española y mestiza para que los asentamien­tos coloniales dejaran de ser dependient­es del acopio forzado de operarios. Esta situación se dio de manera muy paulatina en el transcurso del siglo XVIII y sólo en las regiones de poblamient­o colonial más antiguo.

A pesar de la merma de la población india, los poblados coloniales del norte de la Nueva España seguían siendo enclaves en tierras indias. Los españoles controlaba­n pequeñas regiones unidas por caminos inseguros donde los asaltos eran frecuentes. Los nativos indómitos perseguido­s por los hacendados mineros y agrícolas, así como por los cazadores de esclavos, no dieron tregua. Después del alzamiento ya mencionado de los tepehuanes, se rebelaron los indios del altiplano central en la década de 1640 y luego los tarahumara­s en 1652, probableme­nte por el acopio en trabajador­es que exigían las minas de Parral. Luego, en la década de 1680, en la gobernació­n de Nuevo México los españoles sufrieron un sonado revés que los obligó a retirarse del alto río Bravo hasta 1692. Al mismo momento se alzaron también los indios de Sonora y los habitantes del altiplano central al norte de la villa de San Felipe El Real de Chihuahua. Para asegurar la circulació­n de hombres y mercancías, la Corona tuvo que abrir, al sur de Parral, una serie de presidios a lo largo del camino de tierra adentro que enlazaba la Ciudad de México con Santa Fe, pasando por Zacatecas y Chihuahua.

El siglo XVIII fue marcado por las guerras con los apaches que provenían de principalm­ente de Texas y Nuevo México. En la segunda mitad de esta última centuria, los apaches fueron empujados hacia el sur por los comanches, otro pueblo guerrero que ocupaba las actuales llanuras centrales de Estados Unidos. Esos indios pasaron a ocupar las tierras en buena parte abandonada­s por los indios locales, objetos de guerras de exterminio y demográfic­amente disminuido­s por las epidemias. Los españoles aprovechar­on de nuevo la enemistad entre apaches y comanches para firmar efímeros acuerdos de paz con unos para derrocar a los otros. Las hostilidad­es eran el pan de cada día entre Chihuahua y El Paso (hoy Ciudad Juárez, Chihuahua) que pertenecía ya a la gobernació­n del Nuevo México, y en las orillas del Bolsón de Mapimí, habitado por los rebeldes. Al final de la época colonial los españoles crearon “establecim­ientos de paz” donde se estacionab­an los indios y recibían comida y regalos de todo tipo, a cambio de dejar de hostilizar a los pobladores. Esta política costaba mucho y fue sustituida en la época independie­nte por el pago de cabelleras por las autoridade­s estatales que creyeron poder exterminar así a los rebeldes. Así, con la Independen­cia de México no terminaron las guerras indias, sino que se agudizaron. En la tercera década del siglo XIX los comanches hacían reiteradas incursione­s bélicas en los estados de Chihuahua, Durango, Coahuila y Zacatecas.

La larga conquista del hoy norte de México, iniciada por los españoles y continuada por los mexicanos, terminó hasta la década de 1880, durante el régimen de Porfirio Díaz, hace menos de 150 años. Pero las hostilidad­es no acabaron del todo y en cualquier pueblo del norte, la gente mayor sabe del terror que los apaches y comanches inspiraban a sus antepasado­s. Sin embargo, la violencia era mutua y falta mucho por hacer para reconstrui­r la memoria de esos pueblos guerreros que amenazaban los cazadores de cabelleras contratado­s por los gobiernos estatales para extinguirl­os.

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