Los mayas...
acarrear a lomo las cargas, y para apoyar las actividades bélicas, no pocos eran forzados a continuar hasta Campeche, a veces con cadenas y atándolos por las noches para evitar que escaparan, como denunciaron más tarde sus propios encomenderos españoles. En 1552, el cacique de Xicalanco hizo levantar una probanza de su colaboración, y los testigos, conquistadores hispanos, declararon que el pueblo había dado “todo recaudo”, “mucha comida” y “muchas canoas” para transportar soldados, caballos y hatos de ganado, “por bocas de ríos muy grandes y lagunas”, además de facilitar guías y bastante gente de guerra, “como buenos amigos e leales vasallos”. Gracias a ello asentaron, se pudo someter Yucatán.
Como segunda base del ataque, Montejo el Mozo fundó ese 1541 la villa de San Francisco de Campeche. Convocó a los señores mayas que se habían mostrado amigables para que refrendaran su obediencia a la Corona española, y sometió poco a poco a quienes se negaban a hacerlo; varias poblaciones prefirieron internarse en la selva. El Mozo avanzó hacia el norte peninsular. En 1542, en el antiguo T-‘ho o Izcansihoo, fundó Mérida, así llamada porque la grandeza de los edificios mayas les recordó la de los edificados por los romanos en Emérita, la Mérida española. Hasta allí llegó el halach uinic Tutul Xiú, el poderoso señor de Maní, a refrendar su adhesión y pedir el bautismo. Otros señores de las provincias occidentales siguieron su ejemplo, pero no Nachi Cocom, gobernante de Sotuta, el cual, tras mandar matar a los emisarios que envió Xiú para invitarlo a aceptar a los invasores, marchó sobre Mérida. Fue derrotado por las armas de fuego europeas. Luego cayeron las plazas de Hocabá, Motul y Dizidzantún. El centro-norte había sido sojuzgado.
Para doblegar la porción oriental de la Península se confió en un tercer Francisco de Montejo, el Sobrino, quien después de numerosas dificultades logró en 1543 fundar en la provincia nororiental de Chikinchel, la villa de Valladolid, que luego se trasladaría a la provincia vecina de Copul.
Sólo restaba implantar el dominio hispano en el extremo suroriental, en el área de Chetumal, cuyos belicosos habitantes había resistido con éxito todas las embestidas europeas. El adelantado encargó la tarea a los sanguinarios Pacheco, Gaspar y su hijo Melchor, que recurrieron a una violencia brutal: mutilaron y mataron mayas incluso con métodos tan atroces como echarlos vivos a mastines hambrientos (“aperreamiento”). Sus excesos fueron tales que hubo españoles que se quejaran ante la Corona. Para consolidar la empresa, en 1544 fundaron la villa de Salamanca de Bacalar; fundación que marcó el fin de los afanes hispanos por “sentar sus reales” en la Península.
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Como se ha podido ver, la conquista del territorio peninsular fue particularmente larga y tortuosa, con un doloroso saldo para los mayas. No en balde asentó el Chilam Balam de Chumayel: “Los ‘muy cristianos’ llegaron aquí con el verdadero Dios, pero ese fue el principio de la miseria nuestra, el principio del tributo, el principio de la limosna, la causa de que saliera la discordia oculta, el principio de las peleas con armas de fuego, el principio de los atropellos, el principio de los despojos de todo, el principio de la esclavitud por las deudas (…), el principio del padecimiento” (“Libro de los linajes”: 17).
Recordemos, para finalizar, que el área maya no pudo considerarse definitivamente pacificada ni siquiera tras derrotar a los últimos combatientes, pues además de que la resistencia cotidiana fue muy común, cuando la explotación a manos de los españoles y sus descendientes alcanzaba niveles intolerables, o los dominadores emprendían acciones que atentaban contra los pilares del sustrato cultural, los mayas no dudaron en recurrir a las armas. Díganlo, si no, más de un centenar de levantamientos registrados durante los tres siglos coloniales, en especial en Chiapas, Yucatán y Guatemala. La gran fortaleza de la cultura maya contemporánea da cuenta de cómo, en numerosos frentes, los mayas no pudieron ser conquistados. Eso también quedó escrito en el “Libro de los vaticinios” del Chilam Balam: “No se perderá esta guerra, (…) porque esta tierra, volverá a nacer”.
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