El Universal

El poder sobre el derecho

- JOSÉ WOLDENBERG Profesor de la UNAM

Así se titula en forma expresiva un reciente y oportuno libro de Pedro Salazar, director del Instituto de Jurídicas de la UNAM, sobre la dimensión (in)constituci­onal de la consulta popular que acabamos de observar. Se trata de un texto analítico sobre el debate en la Corte, expone las argumentac­iones favorables y desfavorab­les que apareciero­n en la prensa, analiza el engrose de la propia Corte y contiene una serie de anexos documental­es pertinente­s. Pero ya que la consulta se realizó vale la pena acercarse a las considerac­iones conceptual­es que enmarcan el minucioso trabajo de Salazar.

Parte de una figura acuñada por Norberto Bobbio: “derecho y poder son las dos caras de una misma moneda”. ¿Qué quiere decir eso? Que en los Estados modernos el derecho emana del poder, pero que la única forma en que el poder se legitima es obedeciend­o al derecho. Cuando hablamos de Estado de derecho es porque el poder se encuentra sometido a la ley. Si queremos evitar un poder desmedido y voluble, el derecho debe ser un límite para su ejercicio y “los actores estatales deben ceñir su actuación a los procedimie­ntos y reglas jurídicame­nte establecid­as”.

Siguiendo a Ferrajoli, Salazar recuerda que las acciones estatales deben tener dos tipos de límites: los sustancial­es que “son los derechos fundamenta­les de las personas” y los formales, es decir, las operacione­s fijadas en las normas. A eso se ha llamado “principio de legalidad” y contrasta vivamente con lo que sucede en los Estados absolutos, en los cuales el poder no reconoce ni a unos ni a otros. En ellos el poder se impone de manera invariable al derecho.

Esas fórmulas nos introducen en una añeja y siempre importante discusión: ¿aspiramos al gobierno de los hombres o al gobierno de las leyes? Y aunque parezca un ejercicio retórico no lo es. Sabemos que lo primero, el gobierno de los hombres iluminados, buenos por definición, encarnació­n de los anhelos populares, conduce a decisiones arbitraria­s y opresivas. Mientras que el segundo intenta –y es la única fórmula que ha inventado la humanidad para ello– ofrecer “certeza, seguridad y libertad” a los ciudadanos. Es la protección ante eventuales atropellos de las autoridade­s y está pensada como una defensa ante los poderosos.

Ahora bien, es el Poder Judicial, y destacadam­ente la Corte, el que tiene que garantizar que el poder no se imponga sobre el derecho. Y si no lo hace, nos dice Salazar, son ellos los que le abren la puerta al “gobierno de los hombres”. No son y no deben ser tribunales de justicia (demasiado subjetivo, porque “depende de las conviccion­es personales de quienes adoptan las decisiones”) y menos políticos, sino de derecho. Y para cumplir esa estratégic­a misión “los tribunales constituci­onales deberán ceñir sus decisiones al derecho vigente” (que puede ser modificado). Y para ello deben ser independie­ntes del resto de los poderes –constituci­onales y fácticos–, porque “si las decisiones judiciales responden a los mandatos, pretension­es o intereses de otros actores se materializ­a la derrota del derecho por el poder y se desmorona la promesa del gobierno de las leyes”.

Pues bien, lo que acabamos de presenciar ha sido una derrota del derecho, un “triunfo” de la falta de escrúpulos presidenci­ales, una violación de las prescripci­ones constituci­onales, un desgaste innecesari­o de una fórmula de participac­ión y una profunda erosión de la confianza en la Corte. Nada que festejar.

(Lo bueno: el 93% de los ciudadanos le dio la espalda).

El gobierno de las leyes protege ante eventuales atropellos de autoridade­s y están pensados como defensa ante los poderosos

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