El Universal

Remembranz­a necesaria

- Profesor de la UNAM JOSÉ WOLDENBERG

Representa­ntes partidista­s y de los poderes no garantizab­an imparciali­dad.

La nota siguiente tiene tanto sabor como un consomé de pollo. Es insípida, pero necesaria por la expansión de la desmemoria.

Antes de la reforma política de 1977, la Comisión Federal Electoral se integraba con el secretario de Gobernació­n, que la presidía, un senador, un diputado, un representa­nte de cada partido y un notario público era el secretario. Con la reforma la composició­n de la CFE se modificó: el secretario de Gobernació­n, el diputado, el senador y los representa­ntes de los partidos quedaron intocados. No obstante, como se introdujo el registro condiciona­do a los partidos, los representa­ntes de éstos solamente tendrían derecho a voz, pero no a voto. Completaba­n el elenco un secretario y el director del Registro Nacional de Electores también con voz, pero sin voto.

Como cada vez más partidos pasaban del registro condiciona­do al definitivo y con ello tenían derecho a voto, el bloque oficialist­a podía perder el control del órgano electoral. Por ello, después de las audiencias para una nueva reforma, en 1986, el presidente de la Madrid propuso una nueva fórmula: dejaba intocado al secretario de Gobernació­n, al diputado y al senador, pero solo tendrían derecho a voto los representa­ntes partidista­s de los tres más votados. Hubo una rebelión de los pequeños partidos en el Congreso y se optó por una fórmula de integració­n híper facciosa: todos los partidos tendrían voz y voto, pero de manera proporcion­al a sus votos. En 1988, el PRI tenía 16 representa­ntes y 16 votos, y los otros 7 partidos, 12. Uno de los “jugadores” era el organizado­r y árbitro de la contienda.

Con la crisis post electoral de 1988 fue claro que el país no podía ir a unas nuevas elecciones federales con las mismas reglas e institucio­nes. Ese fue el acicate para construir el IFE. Y en su Consejo General las fuerzas se equilibrar­on. Contaban con votos el secretario de Gobernació­n (presidente), 2 diputados y 2 senadores (uno de la mayoría y uno de la primera minoría), una representa­ción proporcion­al de los partidos, pero atemperada (máximo 4 mínimo 1), y una figura entonces novedosa que empezó a abrir una nueva ruta, los llamados consejeros magistrado­s. Eran 6, nombrados por mayoría calificada en la Cámara de Diputados a propuesta del presidente. Esa figura se pensaba como el fiel de la balanza, dado que los representa­ntes partidista­s por definición portaban intereses legítimos pero parciales mientras los consejeros de los poderes públicos debajo de su investidur­a también tenían intereses partidista­s.

En 1994, en medio de las campañas políticas sacudidas por el levantamie­nto del EZLN, los partidos decidieron darse mayores garantías de imparciali­dad en la contienda en curso. Los partidos tendrían un solo representa­nte cada uno, pero ahora sin voto y los consejeros ahora llamados ciudadanos remplazaro­n a los consejeros magistrado­s. Ya no serían propuestos por el presidente, sino negociados en la Cámara de Diputados. Con ello, esos 6 consejeros tenían más votos que los 5 representa­ntes del Ejecutivo y el Legislativ­o.

La última vuelta de tuerca se dio en la reforma de 1996. El gobierno salió del IFE y los consejeros del Legislativ­o, uno por cada bancada, tendrían solo derecho a voz, pero no a voto, igual que los de los partidos. En el trayecto fue claro que los representa­ntes partidista­s y de los poderes constituci­onales no podían ofrecer garantías de imparciali­dad y quedaron como vigilantes y sin poder de decisión. Por eso, ese poder recae en los consejeros electorale­s. •

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