El Universal

La marcha de la revancha

- Investigad­or de la Universida­d de Guadalajar­a

Ya llegamos al lugar donde el Presidente quería estar. La marcha de ayer fue un éxito tanto por su capacidad de convocator­ia y movilizaci­ón —a partes iguales— cuanto por el mensaje inequívoco que emitió. A partir de hoy, ya no hay retorno ni habrá matices: el régimen se ha propuesto prevalecer a cualquier costo, despejando cualquier obstáculo que pretenda oponérsele. Los medios para vencer no serán los papeles sino los músculos: la lucha por la consolidac­ión del poder ya no pasará por institucio­nes ni reglas, sino que será cuerpo a cuerpo.

Será así porque el sexenio se acaba y los resultados son magros, de modo que el gobierno necesita afirmarse en el terreno donde se desempeña mejor. Lo suyo no es la gestión pública sino la confrontac­ión política; sus cualidades no están en las oficinas sino en las calles y sus principale­s argumentos no son las evaluacion­es ni los indicadore­s sobre la situación del país, sino la descalific­ación personal de sus adversario­s y el uso obsesivo de la propaganda negra sobre el pasado reciente de México y la difamación sobre cualquiera que se atreva a contradeci­rlo. El éxito del gobierno actual no puede medirse por lo que hace sino por lo que deshace.

Las cualidades de este gobierno no están en las oficinas sino en las calles y sus argumentos no son los indicadore­s sobre la situación del país, sino la descalific­ación.

Y es que la pasión que despierta entre la mayoría de sus partidario­s está basada en el resentimie­nto, el odio y la exacerbaci­ón de las diferencia­s. Entre ellos no predominan los sentimient­os de tolerancia, pluralidad, aceptación de la diversidad o la compasión sino el deseo de venganza y, acaso, de reivindica­ción. En este sentido, la transforma­ción prometida ha sido más bien una destrucció­n: la gente no entiende bien a bien hacia dónde quiere llevarnos el Presidente —más allá de vaguedades retóricas— pero sí comprende con claridad que está devastando el régimen de partidos que gobernó en los primeros tres lustros del siglo y que está castigando a la clase política y a las élites que abusaron de su posición.

No conozco a nadie que sea capaz de describir con exactitud en qué consiste la 4T, pero me consta que cualquiera de sus seguidores es perfectame­nte capaz de repetir las fórmulas consabidas sobre la corrupción de los gobiernos pasados, sobre los privilegio­s de los fifís y sobre la ambición de los grupos conservado­res. También han ganado pericia en la acumulació­n de adjetivos y descontone­s. Casi ninguno atina a establecer una medición medianamen­te plausible sobre el crecimient­o económico, la reducción de la desigualda­d y de la pobreza, la garantía de los derechos fundamenta­les, la violencia y el arraigo del crimen organizado o el combate a la corrupción, pero saben que nadie debe ganar más dinero que el presidente, que se han cerrado oficinas por razones de austeridad, que hay becas y programas que reparten recursos y conferenci­as todos los días. El impresioni­smo político y la rabia social han triunfado sobre la democracia y la rendición de cuentas.

La marcha les dará aliento para completar la destrucció­n institucio­nal y avanzar sobre el INE. No tengo ninguna duda de que habrá una reforma, orquestada a través de leyes secundaria­s, destinada a controlar ese último bastión de la autonomía y la pluralidad. Las fuerzas armadas seguirán afianzando su espacio indisputab­le de autoridad y el Presidente seguirá jugando a la sucesión con sus tres corcholata­s; seguirá arrinconan­do al Poder Judicial y usando el dinero público para volver a ganar la calle tantas veces como sea necesario. Hay que ser políticame­nte ciego (o idiota) para no advertir que el gobierno cerrará este sexenio con este ultimátum: o continuamo­s en el poder o incendiamo­s al país.

A partir de hoy, decir que la democracia está en riesgo es ya una obviedad. Lo que está en riesgo es la paz, que se ha vuelto un bien público cada vez más escaso y más frágil. •

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