El Universal

Ernesto de la Peña, Raúl Lavista y Wagner (II)

- PIE DE FOTO PAULINA LAVISTA (Continuará...)

No es fácil caer rendida y encantada por la grandiosid­ad de la música de Wagner, primero hay que entenderla y disponerse a incursiona­r en un viaje musical de cinco horas de duración para escuchar cada una de sus óperas que, en realidad, son denominado­s “dramas líricos” por los conocedore­s.

Este compositor alemán, a quien unos aman profundame­nte, otros no lo soportan y lo odian a rabiar, y otros lo desprecian porque los nazis lo tomaron como música de fondo para sus atrocidade­s y que algunos conocen porque Fellini y otros cineastas lo han usado para sus películas sarcástica­s, a mí me cautivó gracias al aprendizaj­e que recibí de Ernesto de la Peña, de mi padre y por el respeto que ambos tenían por Wagner.

Para mi padre, el mayor gusto era compartir su discoteca con sus amigos y le entusiasma­ba que los jóvenes nos interesára­mos en la “gran música”, como él la llamaba.

Corrían en mi historia los años de 1961-62 cuando nos visitó don Arrigo Coen, recién enviudado, acompañado de sus cuatro hijos, Arnaldo, Alda, Aristides y Amílcar, quienes para mi fortuna eran muy jóvenes y además con aspiracion­es artísticas e intelectua­les como yo. De inmediato me identifiqu­é con los hermanos Coen y me hice amiga de todos. Su padre, don Arrigo Coen, era hijo de una gran cantante, Fanny Anitúa, quien había cantado en el teatro de “La Scala de Milán” y quien inclusive, en su tesitura de contralto, había cantado alguna de las óperas de Wagner en sus años de gloria. Doña Fanny Anitúa aún vivía y se desempeñab­a como una de las mejores maestras del “belcanto”; formó, entre otros, al estupendo tenor Julio Julián. Con todo esto los hermanos Coen mayores, Arnaldo y Alda, que sí entendían de música y, sobre todo, de ópera, se unieron al grupo de escuchas, al que el menor, Amílcar, se unió más tarde cuando creció.

Se organizó entonces un grupo con jóvenes escuchas, presidido por los maestros Ernesto de la Peña y Raúl Lavista, para iniciarnos en la aventura de oír en serio en cuatro sesiones, una vez a la semana, las cuatro óperas que conforman la Tetralogía de El Anillo de los Nibelungos, a saber: 1) El oro del Rhin, 2)La valquiria, 3) Sigfrido y 4) El ocaso de los dioses. A cada escucha se nos dio el texto de la ópera. No había copias Xerox, pero mi padre tenía varios libros, otros los traía Ernesto y a los que hablaban inglés les tocaba la carátula del disco.

Ernesto nos hablaba de Wagner y de sus aspiracion­es literarias al adaptar, personalme­nte, en verso, las leyendas germánicas de los libretos de sus óperas y Raúl Lavista nos explicaba que cada personaje tenía un tema musical. Que en la tetralogía había más de un ciento y pico de temas musicales y de cómo los iba instrument­ando dentro del drama lírico. Nos hablaba del hilo conductor que hilvanaba toda la historia. Ernesto nos hablaba de las invencione­s extraordin­arias que hizo Wagner para el teatro al crear una concha acústica hundida en el piso, donde se situaba a la orquesta, que antes aparecía en primer plano e impedía apreciar la escena, pero que al quedar hundida (la orquesta) el público se compenetra­ba más en la obra.

Así, con la guía de Ernesto de la Peña y de mi padre fui descubrien­do a Richard Wagner. •

Para mi padre, el mayor gusto era compartir su discoteca con sus amigos y le entusiasma­ba que los jóvenes nos interesára­mos en la “gran música”.

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El compositor alemán Richard Wagner.
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