El día que recuperamos el Zócalo
El domingo 26 de febrero pasó a la historia como el día en que la ciudadanía tomó pacíficamente la Plaza de la Constitución en la Ciudad de México para defender nuestra Constitución Política.
De nada sirvió la feroz descalificación desde el poder. Ninguna prácticaintimidatoriahizomellaen el ánimo de los mexicanos que salimos a la calle a reclamar lo que es nuestro: la libertad de disentir y de expresarlo públicamente sin temor. Más de 100 mil nos manifestamos en el Zócalo para defender el voto, el INE, la Suprema Corte de Justicia de la Nación, la democracia.
No esperaba que nuestro Zócalo fuese ocupado por miles de compatriotas que como mi esposa y yo queríamos hacer valer nuestro derecho a la protesta pacífica. No vi políticos, no me importa si los había; sólo vi mexicanos dispuestos a luchar por la democracia a cualquier costo.
Porque la libertad de manifestación no se mendiga, es un derecho que la Constitución nos da y que debemos ejercer sin temor a ser amenazados cada mañana. Por eso tomamos pacíficamente la Plaza de la Constitución. Nos recibieron las notas del Son de la Negra, el Huapango de Moncayo y Las Coronelas. El ambiente era festivo, solidario, nacional.
La gran ausente fue la gigantesca Bandera de México que uno se acostumbró a ver ondear en el Zócalo. Escuché a alguien decir: “López Obrador la mandó quitar”. Un joven colectaba firmas para “hacerle saber a la Corte Suprema que estamos aquí para apoyarlos a defender la Constitución”.
En un edificio gubernamental colgaron una manta con el logo del PAN y una foto de Genaro García Luna, exsecretario de seguridad de Felipe Calderón, declarado culpable de narcotráfico en Nueva York. Pronto fue reemplazada por una banda con “el INE no se toca”.
En el Zócalo no había miedo, odio, dudas; sólo el deseo de defender el voto. Claveles rosas y blancos fluían de mano en mano sobre nuestras cabezas. Llegaron a manos jóvenes que tapizaron con ellos los escalones a la Suprema Corte para recordar a los ministros que aquí estuvimos miles de mexicanos y que volveremos para asegurar que cumplan su deber de proteger la Constitución.
El Zócalo seguía llenándose. Emergió un grito de ¡Goya! ¡Goya! Y pensé que también estábamos aquí para exigir que no se siga atacando a la UNAM. Miles de gargantas gritamos “la UNAM no se toca”.
Sólo hubo dos oradores: una valiente periodista mexicana y un exministro de la Suprema Corte. No vi policías, soldados, guardias nacionales. No hacían falta, no hubo disturbios, la ciudadanía se comportó a la altura. Fue una fiesta cívica. Hasta se localizó sano y salvo a Tadeo, el niño extraviado en el Zócalo.
Vi jóvenes, niños, abuelitos que sin miedo ocupaban la Plaza de la Constitución. Un tsunami rosa mexicano que reivindica el uso de un espacio de todos, que no pertenece a ningún partido político, sea guinda, amarillo, tricolor, azul.
Alguien grita "Yo confío en la Corte”. “También yo”, contesto. No conozco a los ministros, pero después de ver a toda esa gente confiar en ellos, también quiero hacerlo. A lo lejos alguien más grita “Mi voto no se toca”. “No se toca”, respondo como resorte.
Al final cantamos el himno nacional con la Torre Latinoamericana y Palacio Nacional como testigos mudos. Abandoné el zócalo con la convicción de que la lucha en defensa de nuestra incipiente democracia apenas comienza y la satisfacción de ser parte de los ciudadanos que recuperaron la Plaza de la Constitución para hacer valer nuestro derecho a elecciones confiables.
Y mi voto no se toca.
En el Zócalo no había miedo, odio, dudas; sólo el deseo de defender el voto.