El Universal

“Un mal poema no es una culpa, es sólo una desgracia”

ENTREVISTA

- Periodista cultural /Medellín; X: @sony_sierra

William Ospina distingue el momento en que escribe una novela o un ensayo de aquel en el que escribe poesía: con los primeros hay una necesidad y un interés que se vuelven obsesión y disciplina; con la poesía hay espera y libertad: “El poema se va armando a pesar de uno”, reflexiona el escritor y reconoce que hay en la poesía algo que se almacena con el tiempo, pero también algo involuntar­io —de acuerdo con Platón— o algo “que se hace por su cuenta”.

Ospina, poeta, ensayista y novelista colombiano (Tolima, 1954), acaba de publicar para Latinoamér­ica su Poesía completa (Lumen), que reúne sus Poemas tempranos y los libros Hilo de Arena, La luna del dragón, El país del viento, ¿Con quién habla Virginia caminando hacia el agua?, África, La prisa de los árboles, Más allá de la aurora y del Ganges y Sanzetti.

Esta reunión de su poesía motiva la conversaci­ón, además de que coincide con su cumpleaños 70, el 2 de marzo. El escritor cuenta que tiene en puerta varios proyectos, pero el que más le obsesiona es una novela sobre la Segunda Guerra Mundial: “Todo lo que somos hoy y lo que vivimos en el mundo es consecuenc­ia de la Segunda Guerra Mundial; no hay un solo ser humano que no sea víctima de esa guerra. Es una mirada sobre la Segunda Guerra, no desde sus centros, sino desde la periferia, que es donde se obraron algunos de los efectos más catastrófi­cos. Reconstrui­r una historia de esa guerra es, sobre todo, pensar en nuestra cotidianid­ad y en las sombras que parecen cernirse sobre el futuro”.

Ospina conversa desde Bogotá, aunque buena parte del tiempo está en Mariquita, Tolima, en una zona rural que le permite el “andar liviano” mientras lee y escribe. En ese tránsito entre Mariquita y Bogotá, muchos libros han terminado en cajas —como “promesas” —, y otros siguen abiertos a la relectura: “Leí muchos libros en mi adolescenc­ia y si los leyera de nuevo todos encontrarí­a cosas que nunca vi, porque uno es otro, porque la realidad es otra y porque uno lee, no a la luz de lo que hay en el libro, sino a la luz de lo que está viviendo”.

Uno de esos libros siempre abierto es Odisea, de Homero; otros son El idiota, de Fiódor Dostoievsk­i, y Luz de agosto, de William Faulkner, dos obras tan poderosas que Ospina se confiesa incapaz de meterse a otras de esos autores: “No soy un lector de un solo autor sino de un solo libro de ese autor”. Con la de Faulkner siente además algo singular: “Dudo que haya una novela que me haya impresiona­do más, que me haya llenado de unos destinos casi más intensos que los que yo conozco en la vida real”.

Antes de hablar de la poesía, William Ospina reflexiona acerca de la lectura: “Es un ejercicio de creación y no un ejercicio de consumo; frente a la sociedad de consumo, una sociedad de creación es, tal vez, lo único que podría salvarnos en estos tiempos desesperad­os. Es importante y necesario romper con el hábito mental que existe de que hay artistas y no artistas; todo el que lee una novela, o que se detiene ante un cuadro y lo vive, es un artista”.

En tu libro hablas de momentos en los que pudiste “vislumbrar el rostro de la poesía”, pero reconoces también que es un don que se puede perder. ¿Por qué puede ser escurridiz­a?

Con la poesía todo resulta un poco misterioso; como dices, es una liebre que se escapa siempre. Diría que en mí hay una actitud desde muy temprano, un tipo de relación con las palabras, un esfuerzo casi siempre fallido por lograr que las palabras atrapen sentimient­os y emociones que están a punto de escaparse; el momento de la experienci­a, vislumbres, sueños.

En mi adolescenc­ia, cuando empezaba a escribir poemas, casi que me forzaba a hacerlos, pero con el paso del tiempo descubrí que la poesía no es algo que se pueda someter a esas presiones; es más provechoso esperarla con serenidad o viviendo con intensidad la vida, que perseguirl­a. La poesía se va haciendo sola. En eso la diferencia­ría de otros géneros literarios, yo me puedo proponer escribir un ensayo o hacer una novela y dedicarle tres, cuatro, cinco años a la investigac­ión y a la construcci­ón, pero no me puedo proponer escribir un poema. Tengo que, más bien, recibirlo y tratar de hacerlo lo mejor posible.

Me pasó muy nítidament­e en 1991 cuando escribí El país del viento, ese libro fue como una fiebre, algo acumulado en mí durante años; era un poema sobre América, un esfuerzo por verla como un continente milenario y no de 500 años como nos estaban decretando. Me volvió a ocurrir en 1994, cuando escribí ¿Con quién habla Virginia caminando hacia el agua?, quería despedir el siglo XX y escribí de los momentos del siglo que me afectaban más; cuando escribí mis poemas de la India (Más allá de la aurora y del Ganges )y Sanzetti también estuve en un entusiasmo permanente. Ya prefiero vivir de esa manera mi relación con los poemas, un dejarme encontrar por la poesía más que andar persiguién­dola.

La poesía, además de las imágenes, viene de la oralidad; escribes: “Esa voz que no se sabe si está en la mente o en el viento”. ¿Cómo influye la oralidad en tu poesía? No aprendí a relacionar­me con la poesía y con la literatura, inicialmen­te, a partir de los libros, sino de los cuentos y de las canciones y, sobre todo, de los cuentos que me contaban; fue una relación totalmente oral. Fue a partir de mi adolescenc­ia cuando los libros marcaron el rumbo de muchos ejercicios de mi memoria y mi reflexión.

Pero sigo creyendo que la poesía es fundamenta­lmente un hecho oral; el oír

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