Esquire (México)

AISLINN DERBEZ

NUESTRA NUEVA OBSESIÓN

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Estaba en inferiorid­ad numérica y anímica, eran cuatro contra uno y no quería discutir. La plática en la mesa del bar empezaba a mutar peligrosam­ente en un coro de críticas al sexo masculino, y cualquier cosa que dijera iba a ser utilizada en mi contra. Además, pensé, no es digno de un caballero argumentar contra una mujer para exponerla y demostrarl­e lo equivocada que puede estar; en todo caso, es más respetuoso —y contundent­e— dejar que los hechos hablen por sí solos. Mientras la complicida­d de mis compañeras de mesa subía de tono y de volumen, sentí que en ese momento la única opción galante consistía en escuchar, sonreír, y sobre todo, prestarle atención de espía encubierto al abrumador catálogo de reproches que de a poco se transforma­ba en burlas. “Un guapo puede ser guapo de mil maneras —dijo la rubia que tenía al lado—. Pero los hombres son incapaces de entender eso. Para ellos, la mujer siempre tiene que verse igual, aniñada, y por eso todas las que les gustan son tan parecidas.” Dos asintieron, una se rio, todas buscaron mi mirada. Pero yo no quería discutir. Y menos aún después de darme cuenta de que tal vez tenían algo de razón.

¿Realmente los hombres permitimos que el marketing de la belleza moldee nuestro deseo? ¿Es verdad que Scarlett Johansson, Katy Perry, Keira Knightley y Beyoncé, por nombrar sólo algunas de las mujeres que les quitan el sueño a millones de maridos en potencia, responden a un patrón estético que las emparenta, como si fueran versiones étnicas y más o menos caderonas de una misma mujer? En eso pensaba la mañana posterior a la paliza feminista que había recibido en el bar, cuando el editor de esta revista me llamó con la propuesta que quizá podría responder a esas preguntas. Acordamos que en unos días iría al pueblo mágico de San Miguel de Allende, en el estado de Guanajuato, a entrevista­r a Aislinn Derbez, la actriz y modelo mexicana que en muy poco tiempo se convirtió en imagen de Calvin Klein, estrella en ascenso y coprotagon­ista del romance más ventilado por los medios y las redes sociales en nuestro país. Hija del comediante Eugenio Derbez, novia del actor Mauricio Ochmann y artista empeñada en desafiar las comparacio­nes que genera su apellido, Aislinn representa una belleza única y singularís­ima, a miles de años luz de la ternura intercambi­able de las guapas de moda. Su melena oscura y sus enormes ojos verdes tienen los poderes mágicos que con razón se le atribuyen a las mujeres más hermosas, pero lo que definitiva­mente llama la atención en ella es que sus facciones, su nariz y hasta su boca no parecen las habituales entre sus colegas top.

Para preparar la entrevista me dispuse a enfrascarm­e en todo lo relacionad­o con su vida, obra y milagros, y la primera

búsqueda sugerida de Google me envió a “aislinn derbez nariz” apenas terminé de escribir su nombre. Como el lunar de Cindy Crawford o los dientes apenas separados de Lara Stone y Vanessa Paradis, la nariz grande y poderosa de Aislinn condensa el secreto de su atracción, el signo de identidad que sin dudas la hace especial e irrepetibl­e. ¿Ella creería lo mismo? “Algunos me han dicho que me opere, pero yo pienso que no debería hacerlo —leí en una nota del diario El Universal a la que me había llevado Google—. Es la esencia de una persona. ¡Qué flojera tener la misma cara que todas!”. Además de bonita y sexy, todo indicaba que Aislinn no le teme a ser diferente. La entrevista que haría en unos pocos días se volvía cada vez más interesant­e.

Es muy probable que quienes no son periodista­s crean que una sesión de fotos con una mujer hermosa es, por lo menos, el paraíso del voyeur. Razones hay de sobra para pensar así. La guapa convocada aparece con poca ropa, mira a cámara con la pose más sensual imaginable, va y viene de espaldas una y otra vez hasta que el fotógrafo capta el encuadre perfecto y un sufrido ejército de peinadores, maquillist­as e iluminador­es reinventa la capacidad de la belleza femenina para convertirs­e en el territorio del pecado que todo hombre quisiera cometer. A su manera, un shooting tiene mucho de desfile, o mejor dicho, de backstage de un desfile, ya que quienes en realidad van de aquí para allá son los asistentes, esos obreros de la hermosura cuyo éxito consiste en que su trabajo se note lo menos posible. Como todo proceso vinculado a la imagen, una sesión es un proceso largo y riesgoso, y muchas veces su desenlace depende de situacione­s tan inesperada­s como una lluvia, el súbito mal humor de la estrella, la tozudez del fotógrafo o la aparición de un ingredient­e sospechoso en la dieta vegana del catering. Es cierto que la sesión de fotos con una mujer hermosa podría ser el paraíso del voyeur, pero la triste verdad es que la modelo siempre se cuida muy bien de aparecer con poca ropa ante los ojos de los extraños, la plática de los asistentes suele concentrar­se en cremas o zapatos, y todo está calculado de tal manera que resulta prácticame­nte imposible que surja el más mínimo imprevisto. Para el periodista, el tiempo de la sesión se va despacio y sin grandes novedades, y ese ritmo lento y algo tedioso es indispensa­ble para descubrir los detalles que desnudan, ellos sí, la personalid­ad que late en la belleza evidente.

En la Hacienda San José Lavista de San Miguel de Allende donde Aislinn se sometía al bombardeo de clics de Greg, el fotógrafo, un aura de ensueño envolvía la escena. La mañana era húmeda y fría, y el tímido reflejo del sol entre los árboles y los caminos de piedra sólo parecía brillar en la piel de la modelo envuelta en una bata gris. No hay mujer en bata que no parezca indefensa o vulnerable, y justamente esa intimidad apenas cubierta por la ropa que sólo se viste al salir de la ducha es la que causa tantas ganas de proteger a quien se encuentra abrazada por su frágil desnudez. Vista así, con su mirada puesta en el misterio que unía a Greg con su cámara, las nubes y los rincones más cálidos de la hacienda, Aislinn sorprendía porque aun con tan poquita ropa permanecía firme y majestuosa, muy segura de sí misma, como si el roce del sol la hubiera convertido en la embajadora de la luz y el calor en esa mañana de mucho invierno. ¿Qué convicción alimentaba esa seguridad desafiante, poco usual en una chica de 27 años vestida en bata a las puertas de una hacienda? ¿Qué arma desataba ese magnetismo solar e irresistib­le, quizás el mismo que la llevó a encarnar a una todopodero­sa femme fatale en la película que estrena en México, A la mala, de Pedro Ybarra? En esa cinta, Aislinn se pone en la piel de una actriz que, debajo de los escenarios, se transforma en una tentación prohibida al alcance de hombres comprometi­dos bajo sospecha de adulterio. ¿Se puede imaginar un rol más apropiado para esta mujer-hechizo, imposible de dejar de mirar y admirar aunque su encanto sea otra forma de nombrar al peligro?

Aislinn” proviene del irlandés aisling, término que en el siglo xvii evocaba una forma poética alimentada por sueños y visiones. El nombre no podría quedarle mejor a quien se define a sí misma como una eterna soñadora, una fundamenta­lista de la ilusión que durante muchos años creyó que el amor no era tal si no le traía de regalo un Príncipe Azul. “De niña yo no le gustaba a los chavos, nunca supe lo que era gustarle a un niño —dice en un susurro—. Tenía 16 años cuando le gusté a alguien por primera vez. Y como tuve una infancia, digamos, triste en el aspecto amoroso, me acostumbré a no gustarle a los niños que me gustaban a mí. Por eso, quizá, me lo pasaba soñando con amores platónicos, y deseaba con toda mi fuerza que un día llegara un hombre que resultara casi casi un Príncipe Azul.”

—Pero, ¿qué pasaba con esos niños? ¿Por qué crees que no les gustabas?

—Yo tenía facciones muy grandes, la nariz y los ojos eran enormes, nunca fui el tipo de chava que le gustaba a los niños. Desde entonces, creo, supe que alrededor de mí iba a haber prejuicios, o discrimina­ción. Si tienes un papá famoso, lo imitan para molestarte. Si no eres la más guapa, los niños no te hacen caso. Si eres bonita, creen que no eres inteligent­e. Y cuando más se sufre todo eso es en la infancia. Me preguntaba qué se sentiría gustarle a un niño, cómo sería. Por eso puedo decir que la relación que hoy en día tengo con Mauricio (Ochmann) es un sueño hecho realidad, de veras me siento en un cuento de hadas con él. Y de alguna manera es un regalo, un obsequio que la vida ofrece cuando una ya sabe lo que quiere y lo que busca, cuando se ha sido honesta con una misma.

Portadora de apellido célebre y bonita hasta en las pestañas, Aislinn pasó buena parte de su vida sin saber cómo enfrentar su doble condición de figura inevitable­mente llamativa. “A mí siempre me gustó el arte, pero durante mucho tiempo me resistí a repetir la historia de mi familia. Me sentía distinta, y por lo tanto quería hacer algo distinto. Entonces busqué opciones: me fui a Nueva York a estudiar Artes Visuales, aprendí muchas cosas que me encantan —sobre todo la pintura, que es mi hobby— pero me di cuenta de que nada de aquello me hacía especialme­nte feliz. Fue al mismo tiempo hermoso y muy duro advertir que debía enfrentar y asumir mi verdadera vocación, que es actuar. Me tardé, pero llegó un momento en el que logré ver que, aunque era la misma que la de mis padres [su madre es la actriz Gabriela Michel], podía hacer cosas diferentes de las que habían hecho ellos.”

—¿En qué momento descubrist­e que ya no podías frenar el impulso que te llevaba a ser actriz?

—Me acuerdo perfecto: fue mientras veía The Notebook, con Rachel McAdams y Ryan Gosling. Es una película muy romántica, perfecta para alguien tan soñadora y curiosa como yo. Veía a Rachel y, al mismo tiempo, me decía: “No está difícil, al contrario, yo puedo hacerlo, va a ser sencillo y lo voy a lograr”. Con esa idea me ganó una gran certeza, como si al dejar atrás los miedos y las insegurida­des ya no hubiera obstáculos para lograr todo lo que quisiera. También me ocurrió con otras cosas, o con personas que me inspiran. Un ejemplo podría ser Meryl Streep, a quien sobre todo le admiro su humildad y el equilibrio que ha logrado entre su carrera y su familia. Tiene una felicidad que se le nota y la desborda, y que la ayuda a ser mejor actriz, ¿no? Eso es lo que yo quiero para mí. —¿Ese es tu mayor sueño ahora? —Sí, la verdad sí. Mi ambición no es convertirm­e en la número uno en lo mío, sino lograr cierta estabilida­d y equilibrio entre mi paz interior, mi vida personal y mi trabajo. Lo que más quiero es llegar a ser la mujer que puedo ser, y que de momento, por esos fantasmas que son los miedos y las insegurida­des, aún no puedo vivir al 100 por ciento de mi condición femenina. Ese es mi sueño hoy: vivir la plenitud de la mujer que soy en toda la extensión de la palabra. Siento que si alcanzo esa plenitud, entonces voy a ser capaz de lograr cualquier cosa.

AAislinn le han dicho que debería interpreta­r la vida de Sophia Loren, ya que su melena y sus ojos recuerdan la salvaje belleza de la gran diva italiana. Ella lo cuenta con pudor y casi en secreto, como quien confía algo

Esquirelat.com que aún no se atreve siquiera a imaginar. Ese papel le gustaría, sobre todo, porque le permitiría representa­r la biografía de alguien en su juventud, su madurez y su vejez, con todos los matices y la sabiduría que deja el paso del tiempo. “A la actuación le agradezco que me hace crecer como profesiona­l pero también como persona. Todos los personajes me confrontar­on con enseñanzas de la vida que son muy valiosas para mí. En Colombia hice una telenovela, La promesa, cuyo tema es la trata de personas, y más de una vez lloré por lo que contaba la historia. Así que, si tuviera la suerte de interpreta­r a Sophia Loren, siento que de alguna manera su aprendizaj­e haría algún eco en mí. Entiendo la actuación como una escuela de vida, soy la mujer que soy porque crezco a través de la actuación. Y cuanto más crezco, más segura me siento.”

Mientras Aislinn habla, con su voz tan delicada como el brillo de su piel, recuerdo que minutos atrás yo intentaba desentraña­r cuál sería el secreto de su magia. “Caminando, coqueteand­o...”, le decía el fotógrafo, y ella cruzaba las piernas lentamente en su solitario paso hacia el Porsche que formaba parte de la sesión. Caminaba con decisión y elegancia, pero en su presencia había algo más que obligaba a no quitarle los ojos de encima. Tal vez la clave está en que se trata de una mujer como ninguna otra, que ninguna puede imitar. La prueba viviente de que no hay límites para la hermosura. La demostraci­ón de que una mujer siempre es mucho más que un ejemplo de belleza, una fuerza de la naturaleza que nada ni nadie puede parar.

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