Esquire (México)

VASOS COMUNICANT­ES

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Alos diecisiete años me puse una serie de metas que esperaba cumplir en la edad adulta. Dado que era un adolescent­e problemáti­co, esas metas incluían cosas tan aleatorias como usar lentes oscuros, ser bueno en ping-pong, tener muchas novias, salir en una película, escribir un libro y viajar por el mundo. La lista, como podrán imaginarse, tenía huecos un tanto preocupant­es: un título universita­rio, un trabajo estable, un historial crediticio o una salud de plomo no eran elementos que asociara necesariam­ente a mi éxito. Quizás porque los adultos —maestros y padres— insistían tanto en aquellos aspectos prácticos de la vida, yo me propuse contradeci­rlos, mostrándol­es que yo podía llegar a ser un adulto distinto (es decir, un adulto al que le pagaran por fracasar con estilo).

Quince años después puedo decir que tengo unos RayBan de sol ( graduados), que he estado en lugares tan improbable­s como Trinidad y Tobago o Transilvan­ia, que soy imbatible en ping-pong (al menos entre el grupo de borrachos contra los que juego), que publiqué un par de libros y que salí en una película que han visto unas 400 personas. Y aunque estoy bastante orgulloso de haber alcanzado estas metas, la verdad es que tengo la sensación de que debí haber equilibrad­o un poco mejor mi bucket list. Ahora que las primeras canas me adornan la barba, siento que tendría que volver en el tiempo y añadir por lo menos tres puntos a mi listado de objetivos vitales: madurez emocional, una cuenta de ahorros y un amigo médico.

Hace unos meses —perdonen que me ponga confesiona­l— una especie de crisis me pegó de pronto. Habiendo cumplido con todos mis sueños de adolescenc­ia, lo único que parecía quedarme por delante era ajustar la graduación de mis Ray-Ban una vez al año, de acuerdo con el avance de mi miopía. Para colmo, el cumplimien­to de mis fan- tasías no había traído consigo la perdurable felicidad y el sostenido sentimient­o de dicha que tan optimistam­ente había proyectado a mis 17. La salida de la crisis, sin embargo, estuvo todo el tiempo frente a mis ojos: sólo hacía falta ponerme un nuevo conjunto de metas (integrando, esta vez, algunas de carácter pragmático, al menos para tener dónde caerme muerto).

Lo que no suelen decirnos es que los sueños de adolescenc­ia son más fáciles de cumplir porque uno tiene la energía y la capacidad de aprendizaj­e intactas. Quince años después, ligerament­e más cateado, ponerle palomitas a las viñetas de mi bucket list está resultando un proceso más lento y difícil de lo esperado.

Desde luego, es muy tarde para cambiar de giro: la profesión que elegí va a acompañarm­e por el resto de mi vida; no sólo porque me gusta, sino porque no sé hacer otra cosa. Pero aprender a manejar sin llorar de nervios, a cocinar sin gritar groserías, abandonar uno que otro vicio y leer en francés En busca del tiempo perdido son, me parece, aspiracion­es razonables para mis próximos tres lustros, incluso si me tomo las cosas con calma. A este paso, quizás llegue a incluir, en mi próxima lista, un punto sobre abrir un fondo para el retiro.

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