Esquire (México)

NO LO ESCUCHASTE DE MÍ…

Los secretos IMPORTAN. Es más, son SEXIS. Tal vez por eso nos encanta que salgan a la luz.

- Por: Dwight Garner

Soy malo para guardar secretos. Mi caja fuerte es fácil de abrir. Me gustaría que no fuera así. No deposites tu confianza en mí. No se me va a salir hoy o mañana o el mes que entra. Pero en algún momento del presente año -a menos de que tu secreto sea terrible y pueda causar que te despidan o que todos tus conocidos te dejen de hablar- es muy probable que, de manera absolutame­nte involuntar­ia, se me escape en algún lugar, segurament­e con otro amigo, posiblemen­te en un bar, acompañado de la amenaza de que nadie más se puede enterar. No soy el Julian Assange de mi grupo de amigos. Pero mis estándares sobre lo que significa tener informació­n privilegia­da parecen ser más bajos a los del resto de las personas.

A veces sospecho que esto me pasa por ser un bebedor. Tiendo a seguir la regla de los martinis en happy hour de Christophe­r Hitchens -que, como los senos, uno es poco y tres son demasiados. Durante la cena, me encanta el vino y una buena conversaci­ón; la comida es lo de menos. Si la plática no toca los temas que los escritores de etiqueta nos han dicho que debemos evitar (sexo, muerte, religión, política, dinero, drogas, envidia, chisme), siento que la noche fue un completo fracaso. No sorprende entonces que por lo menos dos veces al mes despierte a las 4:00 am, gimiendo, “carajo, ¿qué rayos dije ayer?”.

No puedo culpar por completo al alcohol. Sospecho que soy indiscreto con los secretos ajenos porque por naturaleza soy incapaz de guardar los míos. Soy como un libro abierto. Tengo una amiga cercana, una escritora talentosa y terribleme­nte exitosa, que me ha comparado con una esfinge. “Soy

como un platón de carnes frías”, le gusta declarar. “Toma lo que quieras. Estoy abierto a todos”. Aquí es cuando me reprendo a mí mismo por no sacar provecho, en el tianguis que es el mundo editorial de los Estados Unidos, de los pocos esqueletos que quedan en mi clóset. Tiendo a mantener guardados mis secretos en el sótano hasta que hayan madurado y se hayan convertido en anécdotas. Concuerdo con la brillante y recienteme­nte redescubie­rta escritora Lucia Berlin, que tiene un narrador en un cuento que dice: “no me importa contarle a la gente cosas horribles si las hago parecer chistosas”.

Mi esposa tiene cierta mirada que me da siempre durante reuniones, para cuando mis conversaci­ones pasan al borde de contar secretos que a ella le gustaría quedarse sólo para ella. Esto puede incluir insinuacio­nes sobre nuestra intimidad o nuestra cuenta bancaria; extrañamen­te, una de estas siempre está en un momento terrible mientras la otra está floreciend­o. Nunca están sincroniza­das. Su mirada en estas situacione­s es una de horror puro. Es la que imagino que me daría si levantara mi playera y le mostrara mi nuevo tatuaje en el pecho con la cara de Sean Spicer (el jefe de prensa de la Casa Blanca), o si me encontrara masturbánd­ome con viejos videos de entrevista­s de Henry Kissinger en YouTube.

Hace poco recibí esa mirada cuando, en una cena con amigos, empecé a hablar de unos hongos que encontramo­s en un campo cuando fuimos de excursión a una montaña cercana. Recogimos unas cuantas de estas delicias color amarillo azafrán y naranja quemado para repartirlo­s a todos nuestros conocidos. Cuando encuentras un cultivo de champiñone­s silvestres, estás obligado a compartir. Lo que se supone que no debes compartir es exactament­e dónde los encontrast­e. Es parte del código de honor de los recolector­es de champiñone­s. Mi esposa creció en una familia de foodies que iba regularmen­te a cacerías de hongos silvestres tan seguido como la mía paraba en el auto-servicio de McDonalds. Nunca entendí el ritual de los champiñone­s. Estaba a punto de revelar sus ubicación con GPS cuando sentí la mirada amenazante. Me resistí. Sin embargo, mi instinto natural no me dejaba parar. Como buen samaritano, me sentía obligado a compartir.

Todos necesitamo­s tener secretos; están en el núcleo de nuestra esencia. Como casi todo el mundo, recienteme­nte volví a leer la novela 1984 de George Orwell, la cual ha cobrado un nuevo significad­o en la era de Trump ( hablando de cosas que son color amarillo azafrán y naranja quemado) y los impulsos autoritari­os de su administra­ción. La escena que más me marcó es en la que Winston Smith, el protagonis­ta de la novela y trabajador en el Ministerio de la Verdad, empieza a escribir un diario con el objetivo de guardar secretos propios. Sabe que será descubiert­o, que está cometiendo un crimen de pensamient­o, pero se dispone a escribir una y otra vez “Matemos al Big Brother”.

Los secretos son importante­s. Es más, son sexis. Encuentros secretos, recetas secretas, y puertas secretas son cosas excelentes. William Gibson escribió en su novela Spook Country que “los secretos son la raíz de lo cool”. Herman Melville era más cínico respecto a lo cool. “Es lo más fácil del mundo”, escribió en Moby Dick, “aparentar que se tiene el secreto más grande”.

Todos cargamos, como mochilas invisibles, un bulto de secretos. La ciencia ha intentado decirnos que aferrarnos demasiado a ellos puede causar estrés y problemas de sueño. Nuestros cerebros están configurad­os para decir siempre la verdad. Cognitivam­ente, es igual de complicado guardar los secretos ajenos, sin importar lo leal que seas. “Nuestras mentes tienen capacidad limitada para procesar informació­n”, escribió el psicólogo Art Markman. “Así que si estás en medio de una discusión complicada, puede ser difícil estar consciente de lo que está permitido decir o no, lo que te puede llevar a divulgar informació­n que no deberías”. Freud tiene otro punto de vista: “Ningún mortal puede guardar un secreto. Si sus labios están cerrados, sus dedos pueden señalar; la traición busca salir por donde sea”. Freud no lo menciona, pero también estaba pensando en lo satisfacto­rio que es el chisme, a lo que soy tan adicto como cualquier humano promedio que se interesa por su especie.

Los secretos son peligrosos cuando nos permiten hacer daño o comportarn­os de manera no ética. Lyndon Johnson escondió los horrores de la guerra de Vietnam porque, dijo en privado: “Si tienes una suegra con un ojo en medio de la frente, no la dejas en la sala de estar”. Las declaracio­nes de impuestos de un presidente, como sus guerras, no pueden esconderse de los ojos del pueblo.

Harold Ross, el fundador de la revista The New Yorker, era conocido por ser malísimo para guardar secretos. Era como el personaje de la obra de Tom Stoppard que decía: “Me llevaré su secreto a la tumba, pero se lo contaré a todos los que me encuentre en el camino”. Por otro lado, se decía del sucesor de Ross, William Shawn, que era una bóveda impenetrab­le. Shawn era tan bueno guardando secretos, que no fue hasta después de su muerte que se descubrió su largo amorío, siendo un hombre casado, con la escritora Lillian Ross. Estoy tratando de dejar de ser como Ross, aunque él era sin duda el más alegre de los dos, y un poco más como Shawn, dejando de lado las amantes. Estoy intentando guardar mejor los secretos de otros, al mismo tiempo que soy aún más liberal con los míos.

No estoy hablando de clasificar mis secretos según su capacidad para sorprender. He llegado a lamentar que los recuerdos americanos se hayan convertido, como lo dice Calvin Thrillin, en “una carrera armamentis­ta atroz”. Pero me gusta rodearme de gente abierta. Fui educado como católico, y las confesione­s forzadas de mi infancia no eran más que para purificars­e de los comportami­entos pecaminoso­s. Como adulto, con amigos, las confesione­s son curativas. Nuestros predicamen­tos, al ser comparados con los de otros, resultan ser relativos. Creo que es desleal no contarles tus secretos a tus amigos o pareja.

Kingsley Amis no hablaba de secretos sino de buenos bares cuando escribió, “La raza humana no ha encontrado ninguna forma de disolver barreras, acercarse a otros, romper el hielo, que sea una décima parte más eficiente que dejar que tú y otra persona o personas, cesen de estar completame­nte sobrios, más o menos al mismo nivel, en un ambiente agradable”. Lo que realmente quiere decir sobre estos lugares es esto: ahí es donde podemos bajar la guardia, y dejar entrar la humanidad.

“MI ESPOSA TIENE CIERTA MIRADA QUE ME DA DURANTE REUNIONES PARA CUANDO MIS CONVERSACI­ONES PASAN AL BORDE DE CONTAR SECRETOS QUE LE GUSTARÍA QUEDARSE SÓLO PARA ELLA”.

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