EN LA OPINIÓN DE JOSÉ ANTONIO BLASCO C.
VARIAS CAVILACIONES TEÓRICAS SOBRE EL DESEO le señalan como aquello que nos mantiene vivos: así la historia humana rueda como noria detrás de lo que creemos merecer en plena aventura de horror y “goce” infinito .
“¿Qué sentirá Jacob Elordi de ser Jacob Elordi?”, me pregunto casi en voz alta la noche que descubro la trepidante Saltburn (Prime Video). El australiano encarna al irresistible Felix Catton, niño de sangre azul estudiante de Oxford, a quien nada ni nadie le ofrece resistencia al andar hasta que aparece alguien, un compañero de clases antagónico a la gracia física, un plebeyo medio nerd con mirada deseante que de tanto desear deviene en mortal enemigo.
Ese es el perverso Oliver Quicken (¡Bravo, Barry Keoghan!), muy capaz de producir in crescendo un miedo visceral en cada escena: como discípulo tardío de Eve Harrington en la inigualable All About Eve (1950), entra en la vida de su víctima y la destruye con saña y morbo, en lo material (¡vaya palacio que al final convierte en escenario para danzar victorioso cual efebo griego en pagano ritual!), y en lo simbólico que significa lamer los jugos de su “amigo”, o –más pérfido– eyacular en la tierra que cubre a un Catton vencido por la muerte, el despojo y la trampa.
Es que el deseo puede ser así de maligno cuando supera lo físico y construye nuestros imaginarios –quiero decir, lo que el otro representa para nosotros y lo que representamos para el otro– desde la frustración. Dicha gesta no tiene género y quizá por eso, muy lejos de cualquier estridencia instagameable, lo interesante de Saltburn es cómo sudirectora –Emerald Fennell–, a diferencia de la desgracia esteralizada por Anne Baxter y Bette Davis, deja principalmente en manos de los varones el peso de otra historia de ambición y sombría necesidad (es justo no olvidar las actuaciones de Archie Madekwe y el veterano Richard E. Grant, primo y padre de Catton, respectivamente), retratándolos como seres anhelantes, de barroca naturaleza (en sintonía con la estética del filme), con capas que cubren y develan a fuerza de seducción física y emocional en refinados destellos.
Sin categorías clásicas ni honduras existenciales, padecen y aspiran en el retorcido proceso de acceder a la felicidad; se conmueven y mienten al mismo tiempo que gritan verdades más íntimas, jugando con sus ganas, sensuales y sexuales, en una cotidianidad socialité que es todo menos sensata y honesta.
Cuando me digo desde el inconsciente y casi en voz alta “¿Qué sentirá Jacob Elordi de ser Jacob Elordi?”, en medio de la suspicacia que me despierta quien parece reunir –y superar– las virtudes de esta modernidad, tiemblo ante la idea de ser el ¿sujeto u objeto? oscuro del deseo colectivo, por la factura descomunal que comienza a pagar ese muchachote de 26 años y 1.96 m.
Seguramente, elucubro, vive rodeado de muchos Oliver Quick dispuestos a cobrarle con sus fluidos cada gota de su guapura y éxito. El egoísmo y la envidia todo lo pueden y ansían, sin límites ni control, sin vergüenza ni piedad, materializando nuestra cara más fangosa. Rezo por Elordi.
Decido dormir, es tarde, y una duda tintinea mi “presueño”: ¿ Jacob añorará ser quien fue, sin cámaras exponiendo su humanidad, o aún disfruta ver su nombre en una vela aromática que al menos nos promete –¡Oh, urgidos mortales!– un halo de su cuerpo?