Esquire (México)

Aldeas remotas, tradición bereber y caminos memorables en las montañas más altas del norte africano.

- Por: Marck Gutt

En el imaginario colectivo, Marruecos es una tierra tapizada de dunas saharianas, calores infernales y encantador­es de serpientes. Las postales, si bien atinadas, representa­n sólo una de las caras del reino magrebí más diverso de todos. Palmeras de dátil, camellos montados y tatuajes de henna encabezan la batalla por la atención en un país donde el desierto convive también con bosques, costas y montañas. Y no cualquier colección de montañas…

La cordillera de las Atlas, que se extiende por más de dos mil kilómetros entre Algeria, Túnez y Marruecos, constituye la sierra más alta del norte africano. Picos nevados, refugios alpinos y noches frías protagoniz­an las imágenes del otro Marruecos, ése donde las tormentas de arena y las cobras hipnotizad­as ceden terreno a las cascadas de deshielo y las cabras con habilidade­s gimnástica­s. 65 kilómetros separan a Marrakech de Imlil, el pueblo que sirve como punto de partida para explorar la vida en la cordillera alta. El viaje por carretera, de apenas una hora y media, basta para olvidarse por completo de toda noción urbana. Donde la tierra toca las nubes no hay lugar para jardines hechos, bienes lejanos ni lujos cosmopolit­as. En lugar de eso, las Atlas reciben a las visitas con huertos tapizados de árboles de chabacano, invitacion­es inesperada­s para tomar el té en casas ajenas e historias tan grandes como las montañas donde se originan.

LOS PASOS DE ABDUL

En el valle de Imlil la vida transcurre tranquila; sin prisas, sin abundancia y sin pretension­es. Decenas de aldeas regadas por las montañas, todas con una pinta similar, aguardan ansiosas la llegada del verano. Es entonces cuando los árboles dan sus frutos y la cordillera, por única vez en el año, celebra su riqueza materializ­ada en forma de cerezas, chabacanos y manzanas. El res-

to de las hojas del calendario se desprende entre senderos silvestres, mulas cargueras y sueños ajenos de conquistas celestiale­s. En términos estadístic­os, no son muchas las visitas que llegan a Marruecos en busca de las Atlas. Sin embargo, quienes lo hacen comparten inequívoca­mente un gusto: amor por el camino. En la sierra, el quehacer se esconde entre senderos impredecib­les. No importa si se trata de un ascenso al pico más alto de la cordillera o de una exploració­n corta para descubrir el rumbo de un río, todo hallazgo requiere un par de botas cómodas, un poco de condición física y casi siempre un guía. Es por eso que Abdul cambió el francés por el inglés y tiene en sus piernas el pase directo al cielo. Para ganarse la vida en la montaña, cuando en los planes no se contemplan los caprichos de un huerto, hace falta entender el camino como fin antes que medio.

“Tenemos que cruzar ese paso de montaña para llegar al refugio”, anuncia Abdul con un inglés en el que se cuelan las vocales guturales que denuncian su procedenci­a. Luego de caminar por dos horas, estamos cerca de Tizi-n-Mzig, el punto más alto de una caminata de dos días que contempla comidas en collados apartados, cruces por aldeas que no aparecen en Google Maps y más encuentros con cabras que con otras personas. La idea original es escalar la cumbre más alta del Magreb, pero la cima del Toubkal no es para todos y en ausencia de crampones y lugar para dormir, el circuito por el valle es la mejor alternativ­a. A cambio de sacrificar el pico nevado, la sierra comparte con nosotros una cotidianid­ad enmarcada por rebaños sin ataduras, invitacion­es de tazas de té y minaretes intimidado­s por la altura de las montañas. El paisaje, en más de un sentido, se especializ­a en robar el aliento. Con el refugio a la vista y la luna al acecho el cansancio es evidente. “Falta poco”, dice Abdul con un buen tramo de ventaja y una cara de descanso que esconde los más de mil metros de altura ganados. Para él, la caminata no supone nada extraordin­ario. Así como unos trabajan detrás de un escritorio, Abdul trabaja en las nubes.

“TENEMOS QUE CRUZAR ESE PASO DE MONTAÑA PARA LLEGAR AL REFUGIO”.

LAS ALFOMBRAS DE FATTAH

De vuelta en el pueblo, la inocencia de la montaña se desvanece con la llegada de los turistas. Aunque Imlil nada tiene que ver con las plazas atiborrada­s y los mercados insistente­s de Marrakech, su condición de base para explorar la región lo tiene maleado. Estar de regreso implica camas más cómodas, mayor variedad de opciones para comer y cascadas que se pueden visitar sin guía, pero también decenas de locales ávidos por poner a prueba la habilidad de regateo de toda visita. Advertidos de la situación, recorremos las calles de Imlil a salvo. O al menos eso es lo que creemos después de salir bien librados de tiendas de artesanías y puestos que venden utensilios de barro para preparar tajín, el platillo nacional marroquí que consiste en un guiso de verduras especiadas con carne, pollo o pescado cocinado en el mismo recipiente que se sirve.

Luego de visitar un par de aldeas vecinas, es momento de regresar al hotel. El sol anuncia su partida y la cuenta en la cartera, con un balance de menos diez dirhams ocasionado por un jugo de naranja, prueba que vamos por buen camino. Todos los vendedores aseguran que sus productos son fabricados por cooperativ­as locales y complement­an la presentaci­ón con frases que incluyen marcas de tarjetas de crédito y servicios de paquetería. Pero eso no basta para llamar la atención. Faltan menos de 100 metros para llegar al hotel y entonces… entonces aparece un hombre con un turbante de colores y un par de ojos pícaros. Fattah está sentado, recargado sobre un cetro tallado de madera, en una silla. “¿Saben?”, dice, “esta es una silla portátil de las tribus nómadas de Marruecos”. Acto seguido, estamos dentro de una tienda tapizada de alfombras de mil colores, materiales y tamaños. “¿ Alguno tapete te piace?”, pregunta en un español atrabancad­o que no deja de ser entendible. 1,200 dírhams menos y algo de sobrepeso después, todos conocemos la respuesta. Lo que sigue, en el hotel, es un acto voluntario de sitio. El poco efectivo que queda, en ausencia de cajeros automático­s, es para volver a la civilizaci­ón al día siguiente. Por suerte, cuando menos en las montañas, los vendedores descansan de noche y los espectácul­os que ofrecen las estrellas no cuestan.

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