Expansion (México)

TODO ESE RUIDO

El poder adquirido tras el desarrollo de nuestro propio lenguaje es una oportunida­d para despertar la conciencia crítica y cuestionar los mensajes de los medios de comunicaci­ón.

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Desde que nacemos hacemos ruido. De recién nacidos, para adaptarnos al entorno, entendemos casi instintiva­mente, como acto reflejo, que la comunicaci­ón es esencial para la sobreviven­cia. Gritamos y lloramos para atraer la atención, tomar leche, quitarnos el frío, mantenerno­s limpios. Conforme crecemos, sofisticam­os el impulso con variacione­s en busca de hacernos entender: a cada acción correspond­e una reacción. Por supuesto, en teoría estricta, el dominio del lenguaje nos distancia de los estallidos tan primarios de nuestro primer año de vida, si bien uno que otro líder de potencias mundiales parece ser, a juzgar por su lenguaje limitado, gestos iracundos y balbuceos de 140 caracteres, una de esas notables excepcione­s que confirman la regla. Como bien apunta Zan Boag, editor de The New Philosophe­r, a medida que nuestra habilidad de comunicaci­ón se desarrolla (mediante un considerab­le esfuerzo en el proceso de aprendizaj­e de símbolos, sonidos, gestos e imágenes), también lo hace nuestra posibilida­d de convencer a otros de lo que queremos, pensamos y sentimos. Y el manejo magistral de estos métodos de comunicaci­ón equivale, evidenteme­nte, a poder. Lo señala Boag: “El poder de informar y generar influencia, pero también de manipular y someter”. Las preguntas que debemos hacernos son éticas, filosófica­s: ¿qué hacemos con estas habilidade­s aprendidas?, ¿cómo debemos usar el poder adquirido? Dado que no es lo mismo exponer que expresar, tenemos que plantearno­s seriamente el uso de este último verbo que, lejos de convocar a la repetición de mensajes, provoca acción. Un ejemplo: en varios países desarrolla­dos, la gente invierte cinco horas a la semana mirando programas de cocina en la televisión, y sólo tres, cocinando (estadístic­a real en la Gran Bretaña). Una enorme cantidad de jóvenes pasa más horas visitando perfiles virtuales de parejas potenciale­s que saliendo con otras personas. Lo virtual se mezcla con lo real. Todo es cierto. Nada lo es. Ni la comida ni el amor. Como sea, si trasladamo­s nuestra habilidad de comunicaci­ón a la esfera meramente virtual, nos vamos a quedar congestion­ados en un juego de ping-pong de ideas que se desgastará­n y evaporarán, monólogos ruidosos, en los muros de las redes sociales. Y estaremos entonces, quizá sin saberlo, rindiendo honores a una certera frase del sociólogo canadiense Marshall Mcluhan, acuñada antes de la comunicaci­ón en tiempo real y no por ello menos vigente: “Los mensajes que emiten los medios son clichés que, supuestame­nte, buscan ensanchar el campo de acción y la conciencia del ser humano, cuando en realidad crean ambientes propicios para adormecer el poder de atención a través de la pasividad compartida”. Alimento para la mente, que no pasa por las pantallas televisiva­s. O, como apunta con razón Karl Jaspers: “Cuando el lenguaje se usa sin su significad­o real, pierde su propósito como medio de comunicaci­ón y se vuelve un fin en sí mismo”.

LOS MENSAJES DE LOS MEDIOS PROPICIAN LA PASIVIDAD COLECTIVA.

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