TODO AVENTURAS CABE ENOGASTRONÓMICAS EN UNA POR RUEDA COPA
LAS COPAS DE VERDEJO SE MARIDAN CON
ANÉCDOTAS MEDIEVALES, GASTRONOMÍA CASTIZA
Y LA ARQUITECTURA HETEROGÉNEA QUE
CARACTERIZA ESTA ZONA VINÍCOLA
DE CASTILLA Y LEÓN.
Si España es a futbol, Rueda es a vinos blancos de la uva verdejo. Pero esta fórmula está incompleta sin las palabras tradición y cultura.
Un viaje a Castilla y León y más concretamente, a esta denominación de origen –título nobiliario adquirido en 1980– apacigua la sed y el hambre tanto del cuerpo como de la mente, la curiosidad y los ojos acostumbrados a las películas de época.
El recorrido es un ir y venir de copretéritos, futuros y presentes que se mezclan como los ingredientes de un pastel. Las referencias históricas con las que uno se topa van de los tiempos de los visigodos a los de la arquitectura románica; de los medievales a los modernos debido a que la región se extiende por tres provincias con gloria de antaño: Valladolid,
Segovia y Ávila. Mientras el río Duero refresca la meseta, historias de intrigas familiares de la nobleza de los siglos xv, xvi y xvii le ponen calor y color a la visita. Una de las mejores: la reina
Isabel –la Católica– nació en una localidad de la provincia de Ávila. Al morir su hermano, el rey Alfonso de Castilla, probablemente envenenado, se autoproclamó reina en la plaza mayor de Segovia a pesar de que el trono le correspondía a la hija del rey, la infanta
Constanza.
Al kit cultural se le añade un paquete hedonista completo. La cocina castellana es un desfile de preparaciones tradicionales y modernas –algunas condecoradas con estrellas
Michelin– elaboradas con productos insuperables. Son las historias, las recetas, los paisajes, toda esa médula espinal castiza, el subtexto de cada copa de su eléctrica, herbácea, a veces floral, a veces cítrica verdejo. Otro regalo. En esta región la cepa revela su máximo potencial.
LA CIUDAD QUE NO SE VE
Las casas de piedra y los comercios que contonean los callejones de la Rueda, la Seca y la Serrada (el triángulo geográfico en el que concentra la mayor parte de sus viñedos y bodegas), esconden algo: esta zona vitivinícola está literalmente hueca. La mayoría de las bodegas tiene pasadizos subterráneos muy antiguos que conectan todo desde las entrañas. Algunas bóvedas incluso alcanzan profundidades de 20 metros pues servían como frigoríficos para conservar los alimentos y regulaban la temperatura durante la fermentación de sus vinos en tiempos medievales.
Un verdadero laberinto de más de un kilómetro yace bajo el edificio del Grupo de Yllera, una enorme bodega de sexta generación que cuenta su propia historia usando el mito del hilo de Ariadna. Entre teseos, minotauros y ariadnas, el recorrido se extiende a lo largo de diversos pasadizos y galerías rescatadas con arte mudéjar escarbados a mano y otros vestigios de los siglos xiv y xv. Otra visita imperdible es a las bodegas
Mocén cuyas paredes subterráneas presumen los nombres de las celebridades que han peregrinado para probar sus vinos complejos, minerales y de acidez refrescante como su Mocén Verdejo 2018. El regalo inesperado de la visita son las edificaciones contiguas: una biblioteca en la que el fundador, el importante restaurantero español José Luis Ruiz Solaguren, reúne joyas literarias como el facsímil del testamento de Isabel la Católica que se lee con más curiosidad que la Hola; la pinacoteca, un espacio de dos pisos de techos altos resguarda piezas de Dalí, Picasso y Miró, entre otros, que aceleran el corazón.
BRILLA Y ES DORADO
La bodega De Alberto será uno de los momentums viaje.
La propiedad, fundada por la congregación de los dominicos para elaborar vino para consagrar, resguarda trescientos cincuenta años de experiencia con la vid. El recorrido, por su entramado subterráneo de más de un kilómetro, es emocionante, pero no el premio mayor de la visita: la degustación del dorado, un vino de oxidación fermentativa similar a los jereces de la zona de Crianza, lo es.
El dorado fue la bebida de cabecera de los reyes católicos e históricamente, una tradición más antigua que los vinos de la verdejo. Su espíritu provenía de la variedad jerezana palomino fino pero actualmente surge de la fermentación de la verdejo. Una vez listo el vino joven se le añade alcohol vínico para que se conserve con el paso de los años. El verdadero milagro se produce con el sol y el tiempo que dan como resultado la oxidación en damajuanas cubiertas por a penas una lona. La enóloga Carmen San Martín, de
Bodegas De Alberto, le añade una crianza en madera por doce meses más y otra más en un sistema de soleras en donde se abrazan dorados de todos los años. El más viejo, el ‘dorado madre’, por llamarlo de alguna forma, tiene 70 años. El resultado es a-som-bro-so. Su complejísima nariz a nueces, frutos secos como orejón y ciruela pasa, más la acidez que le aporta la verdejo le han valido medallas de todos los brillos en Decanter,
Bacchus, Mundial de Bruselas, etc. Otras bodegas, como
Cuatro Rayas también tienen, dentro de su impresionante despliegue de etiquetas, una dedicada al dorado.
Esta bodega, que nace como una cooperativa en 1935, es una de las más grandes de Rueda y un ejemplo de que no hay porqué satanizar la producción a gran escala. Su bodega produce la monstruosa cantidad de 18 millones de botellas al año en 210 000 hectáreas, pero sus prácticas son responsables y sus vinos, van de los veganos a los ecológicos; de los jóvenes a los que se fermentan en barricas o los que se crían sobre sus lías (levaduras).
LOS DEL OLIMPO
Los apellidos de abolengo y tradición van por delante de muchos de los vinos de Rueda. Por ejemplo, los
Lurton –familia-institución de vinos en Burdeos,
Languedoc, Argentina, etcétera–, están detrás de dos significativos proyectos de la denominación. Uno es
Bodega Burdigala, fruto de la unión entre la familia
Rolland y Francoise Lurton. Su hermosa propiedad labrada en madera del siglo xviii se puede visitar y, en el comedor que da al patio interior, se degustan vinos de una elegancia infinita como el Campo Elíseo Rueda elaborado en barrica francesa de primer uso, el cuveé Alegre –todo un ensamble jazzístico de verdejos fermentados en tanque de acero, barricas, foudre y hormigón– y su rosado, que es una seda color provenzal que uno quisiera llevar puesta. La otra es la
Bodega Belondrade y Lurton, que anualmente produce una sola etiqueta proveniente de sus 36 hectáreas de verdejo divididas en 22 parcelas. Cada una se vinifica y evoluciona individualmente en hormigón o en barrica para al final crear El
Ensamble: ese que resuene con la nariz y el gusto del winemaker Didier Belondrade.
Aunque la moderna bodega no está abierta al enoturismo, una botella de Belondrade Lurton es el mejor maridaje de las comilonas de manteles largos que abundan en Rueda.
Otra, con un caso similar, es la Bodega Vidal Soblechero, cuyas anécdotas se empiezan a contar desde 1547.
Vidal Vidal es el enólogo que continúa realizando una forma de cultivo ancestral –como la plantación en vaso y el uso de estiércol para proteger el suelo–. Su sistema de plantación es en parcelas o majuelos de cepas prefiloxéricas y postfiloxéricas que le dan la oportunidad de extraer características únicas a cada trozo de terreno. Sus vinos representan lo que el savoir fair debería ser: un conocimiento de la tierra y del oficio como nadie más lo puede hacer. Dato curioso: el chef
Andoni Luis Aduriz, de Mugaritz, eligió uno de los vinos de Vidal Soblechero para el día de su boda. Otro dato curioso: uno de esos pocos tempranillos que conservan el sello Rueda sale de esta bodega. Hay que probarlo.
FRESCURA FUERA DE LA COPA
La tradición es la bandera que la denominación de origen defiende a capa y espada. En medio de estrictas regulaciones que hacen posible mantener la vara alta en sus vinos, existen proyectos que encuentran la forma de hacer las cosas a su manera y aún así conservarse dentro de los límites permitidos. La bodega Garciarévalo es el proyecto de los seis hermanos Arévalo que se ha puesto la camiseta del futuro. La enóloga Reyes
Martínez-Sagarra consigue crear verdejos concentrados y complejos, no a través de un envejecimiento en barrica –práctica común para otorgarle nuevas capas aromáticas y gustativas a la cepa– sino a través de la crianza sobre lías y con el uso de técnicas ancestrales como el uso de ánforas de barro. Esta práctica se remonta al antiguo Egipto y logra aportarle mineralidad al caldo sin opacar el protagonismo de la fruta.
No es raro ver a los hermanos Sanz cruzar las carreteras de Rueda en su ‘vocho’ pintado de colores con el logo de Menade. Ellos pertenecen a un árbol genealógico de quinta generación de viticultores al que un día decidieron dejar de pertenecer, al menos en el plano enológico. Para empezar les gusta llamar ‘verdeja’ a la variedad que ellos aseguran ser predecesora de la verdejo y con la que recuerdan a su abuelo, que así le decía. Sus vinos además son naturales y ecológicos. El cuidado a la tierra y a lo que sale de su bodega los ha orillado a tener animales de granja para fertilizar los suelos, una estación que atrapa insectos y un huerto propio. Sus vinos, como el Menade Verdejo 2018, son el reflejo, salvaje, divertido y fresco, de que lo están haciendo bien.
MESAS Y SOBREMESAS
La española es una de las grandes de la gastronomía y la castellana, una de las grandes de España. En este poema culinario no hay silencios: están los guisos sustanciosos, las cocciones lentas, los dulces tradicionales, el aceite de oliva un tanto picante de las almazaras en
Medina del Campo, las tapas –modernas o tradicionales– que se disfrutan con buena compañía en lugares como El Corcho o Villa Parmesan. La proteína no falta: hay embutidos como el mantequilloso jamón de
Guijuelo, los quesos curados de oveja, con sus olores pungentes pero delicados como los de Campoveja.
En Castilla y León el reinado de la mesa siempre se disputa entre dos contendientes: el cochinillo y el cordero. El cochinillo se asa dentro de una olla de barro al horno por casi dos horas y se divide con un plato de cerámica a la vista del comensal. El asunto es el epítome de las Instagram stories en el Mesón de
Cándido, en Segovia; mejor que vaya con un primer acto de sopa de judiones y oreja de cerdo y un epílogo de ponche segoviano. El cordero hace su aparición en la carta como lechazo. En el Mesón de Pedro, en el pueblo de Matapozuleos, Andrés Gutiérrez lo cocina a la brasa y para hacerlo más ahumado, lo coloca sobre sarmiento y encina. Nadie tendrá problemas de maridaje con su enorme cava con más de 100 etiquetas. A unos cuantos
metros está un restaurante cuya estrella Michelin y dos soles Repsol adorna la entrada, La Botica. Miguel Ángel de la Cruz, el cocinero recolector, presenta una cocina basada en la naturaleza que va encontrando por los alrededores. Su menú es sensible, imaginativo y seductor. Al cordero lo presenta como el relleno de un salchichón cobijado por un cuadrito de leche de oveja y flores de su huerto. Otro de los condecorados de la zona, pero en Valladolid, es Trigo. Como lo promete el
Hombre Llanta Michelin, el lugar compensa la parada.
Víctor Martín es un buscador de los mejores productores de la zona; su carta de vinos es el inventario de lo mejor de Rueda. Su menú degustación cambia con el viento, con la lluvia, con el sol, para que sus ingredientes estén al punto. Cuando los astros y las estaciones se alinean, sus chícharos tiernos mezclados con setas carnosas son una experiencia que –con el perdón del honorable cerdo y el cordero–, hace olvidar al reino animal. Paisajes, arquitectura, sabores entrañables y buen vino. A Rueda le cabe demasiado en la copa.