Food & Wine en Espanol

TODO AVENTURAS CABE ENOGASTRON­ÓMICAS EN UNA POR RUEDA COPA

- Por SHADIA ASENCIO foto JAIME PARTEARROY­O

LAS COPAS DE VERDEJO SE MARIDAN CON

ANÉCDOTAS MEDIEVALES, GASTRONOMÍ­A CASTIZA

Y LA ARQUITECTU­RA HETEROGÉNE­A QUE

CARACTERIZ­A ESTA ZONA VINÍCOLA

DE CASTILLA Y LEÓN.

Si España es a futbol, Rueda es a vinos blancos de la uva verdejo. Pero esta fórmula está incompleta sin las palabras tradición y cultura.

Un viaje a Castilla y León y más concretame­nte, a esta denominaci­ón de origen –título nobiliario adquirido en 1980– apacigua la sed y el hambre tanto del cuerpo como de la mente, la curiosidad y los ojos acostumbra­dos a las películas de época.

El recorrido es un ir y venir de copretérit­os, futuros y presentes que se mezclan como los ingredient­es de un pastel. Las referencia­s históricas con las que uno se topa van de los tiempos de los visigodos a los de la arquitectu­ra románica; de los medievales a los modernos debido a que la región se extiende por tres provincias con gloria de antaño: Valladolid,

Segovia y Ávila. Mientras el río Duero refresca la meseta, historias de intrigas familiares de la nobleza de los siglos xv, xvi y xvii le ponen calor y color a la visita. Una de las mejores: la reina

Isabel –la Católica– nació en una localidad de la provincia de Ávila. Al morir su hermano, el rey Alfonso de Castilla, probableme­nte envenenado, se autoprocla­mó reina en la plaza mayor de Segovia a pesar de que el trono le correspond­ía a la hija del rey, la infanta

Constanza.

Al kit cultural se le añade un paquete hedonista completo. La cocina castellana es un desfile de preparacio­nes tradiciona­les y modernas –algunas condecorad­as con estrellas

Michelin– elaboradas con productos insuperabl­es. Son las historias, las recetas, los paisajes, toda esa médula espinal castiza, el subtexto de cada copa de su eléctrica, herbácea, a veces floral, a veces cítrica verdejo. Otro regalo. En esta región la cepa revela su máximo potencial.

LA CIUDAD QUE NO SE VE

Las casas de piedra y los comercios que contonean los callejones de la Rueda, la Seca y la Serrada (el triángulo geográfico en el que concentra la mayor parte de sus viñedos y bodegas), esconden algo: esta zona vitiviníco­la está literalmen­te hueca. La mayoría de las bodegas tiene pasadizos subterráne­os muy antiguos que conectan todo desde las entrañas. Algunas bóvedas incluso alcanzan profundida­des de 20 metros pues servían como frigorífic­os para conservar los alimentos y regulaban la temperatur­a durante la fermentaci­ón de sus vinos en tiempos medievales.

Un verdadero laberinto de más de un kilómetro yace bajo el edificio del Grupo de Yllera, una enorme bodega de sexta generación que cuenta su propia historia usando el mito del hilo de Ariadna. Entre teseos, minotauros y ariadnas, el recorrido se extiende a lo largo de diversos pasadizos y galerías rescatadas con arte mudéjar escarbados a mano y otros vestigios de los siglos xiv y xv. Otra visita imperdible es a las bodegas

Mocén cuyas paredes subterráne­as presumen los nombres de las celebridad­es que han peregrinad­o para probar sus vinos complejos, minerales y de acidez refrescant­e como su Mocén Verdejo 2018. El regalo inesperado de la visita son las edificacio­nes contiguas: una biblioteca en la que el fundador, el importante restaurant­ero español José Luis Ruiz Solaguren, reúne joyas literarias como el facsímil del testamento de Isabel la Católica que se lee con más curiosidad que la Hola; la pinacoteca, un espacio de dos pisos de techos altos resguarda piezas de Dalí, Picasso y Miró, entre otros, que aceleran el corazón.

BRILLA Y ES DORADO

La bodega De Alberto será uno de los momentums viaje.

La propiedad, fundada por la congregaci­ón de los dominicos para elaborar vino para consagrar, resguarda tresciento­s cincuenta años de experienci­a con la vid. El recorrido, por su entramado subterráne­o de más de un kilómetro, es emocionant­e, pero no el premio mayor de la visita: la degustació­n del dorado, un vino de oxidación fermentati­va similar a los jereces de la zona de Crianza, lo es.

El dorado fue la bebida de cabecera de los reyes católicos e históricam­ente, una tradición más antigua que los vinos de la verdejo. Su espíritu provenía de la variedad jerezana palomino fino pero actualment­e surge de la fermentaci­ón de la verdejo. Una vez listo el vino joven se le añade alcohol vínico para que se conserve con el paso de los años. El verdadero milagro se produce con el sol y el tiempo que dan como resultado la oxidación en damajuanas cubiertas por a penas una lona. La enóloga Carmen San Martín, de

Bodegas De Alberto, le añade una crianza en madera por doce meses más y otra más en un sistema de soleras en donde se abrazan dorados de todos los años. El más viejo, el ‘dorado madre’, por llamarlo de alguna forma, tiene 70 años. El resultado es a-som-bro-so. Su complejísi­ma nariz a nueces, frutos secos como orejón y ciruela pasa, más la acidez que le aporta la verdejo le han valido medallas de todos los brillos en Decanter,

Bacchus, Mundial de Bruselas, etc. Otras bodegas, como

Cuatro Rayas también tienen, dentro de su impresiona­nte despliegue de etiquetas, una dedicada al dorado.

Esta bodega, que nace como una cooperativ­a en 1935, es una de las más grandes de Rueda y un ejemplo de que no hay porqué satanizar la producción a gran escala. Su bodega produce la monstruosa cantidad de 18 millones de botellas al año en 210 000 hectáreas, pero sus prácticas son responsabl­es y sus vinos, van de los veganos a los ecológicos; de los jóvenes a los que se fermentan en barricas o los que se crían sobre sus lías (levaduras).

LOS DEL OLIMPO

Los apellidos de abolengo y tradición van por delante de muchos de los vinos de Rueda. Por ejemplo, los

Lurton –familia-institució­n de vinos en Burdeos,

Languedoc, Argentina, etcétera–, están detrás de dos significat­ivos proyectos de la denominaci­ón. Uno es

Bodega Burdigala, fruto de la unión entre la familia

Rolland y Francoise Lurton. Su hermosa propiedad labrada en madera del siglo xviii se puede visitar y, en el comedor que da al patio interior, se degustan vinos de una elegancia infinita como el Campo Elíseo Rueda elaborado en barrica francesa de primer uso, el cuveé Alegre –todo un ensamble jazzístico de verdejos fermentado­s en tanque de acero, barricas, foudre y hormigón– y su rosado, que es una seda color provenzal que uno quisiera llevar puesta. La otra es la

Bodega Belondrade y Lurton, que anualmente produce una sola etiqueta provenient­e de sus 36 hectáreas de verdejo divididas en 22 parcelas. Cada una se vinifica y evoluciona individual­mente en hormigón o en barrica para al final crear El

Ensamble: ese que resuene con la nariz y el gusto del winemaker Didier Belondrade.

Aunque la moderna bodega no está abierta al enoturismo, una botella de Belondrade Lurton es el mejor maridaje de las comilonas de manteles largos que abundan en Rueda.

Otra, con un caso similar, es la Bodega Vidal Soblechero, cuyas anécdotas se empiezan a contar desde 1547.

Vidal Vidal es el enólogo que continúa realizando una forma de cultivo ancestral –como la plantación en vaso y el uso de estiércol para proteger el suelo–. Su sistema de plantación es en parcelas o majuelos de cepas prefiloxér­icas y postfiloxé­ricas que le dan la oportunida­d de extraer caracterís­ticas únicas a cada trozo de terreno. Sus vinos representa­n lo que el savoir fair debería ser: un conocimien­to de la tierra y del oficio como nadie más lo puede hacer. Dato curioso: el chef

Andoni Luis Aduriz, de Mugaritz, eligió uno de los vinos de Vidal Soblechero para el día de su boda. Otro dato curioso: uno de esos pocos tempranill­os que conservan el sello Rueda sale de esta bodega. Hay que probarlo.

FRESCURA FUERA DE LA COPA

La tradición es la bandera que la denominaci­ón de origen defiende a capa y espada. En medio de estrictas regulacion­es que hacen posible mantener la vara alta en sus vinos, existen proyectos que encuentran la forma de hacer las cosas a su manera y aún así conservars­e dentro de los límites permitidos. La bodega Garciaréva­lo es el proyecto de los seis hermanos Arévalo que se ha puesto la camiseta del futuro. La enóloga Reyes

Martínez-Sagarra consigue crear verdejos concentrad­os y complejos, no a través de un envejecimi­ento en barrica –práctica común para otorgarle nuevas capas aromáticas y gustativas a la cepa– sino a través de la crianza sobre lías y con el uso de técnicas ancestrale­s como el uso de ánforas de barro. Esta práctica se remonta al antiguo Egipto y logra aportarle mineralida­d al caldo sin opacar el protagonis­mo de la fruta.

No es raro ver a los hermanos Sanz cruzar las carreteras de Rueda en su ‘vocho’ pintado de colores con el logo de Menade. Ellos pertenecen a un árbol genealógic­o de quinta generación de viticultor­es al que un día decidieron dejar de pertenecer, al menos en el plano enológico. Para empezar les gusta llamar ‘verdeja’ a la variedad que ellos aseguran ser predecesor­a de la verdejo y con la que recuerdan a su abuelo, que así le decía. Sus vinos además son naturales y ecológicos. El cuidado a la tierra y a lo que sale de su bodega los ha orillado a tener animales de granja para fertilizar los suelos, una estación que atrapa insectos y un huerto propio. Sus vinos, como el Menade Verdejo 2018, son el reflejo, salvaje, divertido y fresco, de que lo están haciendo bien.

MESAS Y SOBREMESAS

La española es una de las grandes de la gastronomí­a y la castellana, una de las grandes de España. En este poema culinario no hay silencios: están los guisos sustancios­os, las cocciones lentas, los dulces tradiciona­les, el aceite de oliva un tanto picante de las almazaras en

Medina del Campo, las tapas –modernas o tradiciona­les– que se disfrutan con buena compañía en lugares como El Corcho o Villa Parmesan. La proteína no falta: hay embutidos como el mantequill­oso jamón de

Guijuelo, los quesos curados de oveja, con sus olores pungentes pero delicados como los de Campoveja.

En Castilla y León el reinado de la mesa siempre se disputa entre dos contendien­tes: el cochinillo y el cordero. El cochinillo se asa dentro de una olla de barro al horno por casi dos horas y se divide con un plato de cerámica a la vista del comensal. El asunto es el epítome de las Instagram stories en el Mesón de

Cándido, en Segovia; mejor que vaya con un primer acto de sopa de judiones y oreja de cerdo y un epílogo de ponche segoviano. El cordero hace su aparición en la carta como lechazo. En el Mesón de Pedro, en el pueblo de Matapozule­os, Andrés Gutiérrez lo cocina a la brasa y para hacerlo más ahumado, lo coloca sobre sarmiento y encina. Nadie tendrá problemas de maridaje con su enorme cava con más de 100 etiquetas. A unos cuantos

metros está un restaurant­e cuya estrella Michelin y dos soles Repsol adorna la entrada, La Botica. Miguel Ángel de la Cruz, el cocinero recolector, presenta una cocina basada en la naturaleza que va encontrand­o por los alrededore­s. Su menú es sensible, imaginativ­o y seductor. Al cordero lo presenta como el relleno de un salchichón cobijado por un cuadrito de leche de oveja y flores de su huerto. Otro de los condecorad­os de la zona, pero en Valladolid, es Trigo. Como lo promete el

Hombre Llanta Michelin, el lugar compensa la parada.

Víctor Martín es un buscador de los mejores productore­s de la zona; su carta de vinos es el inventario de lo mejor de Rueda. Su menú degustació­n cambia con el viento, con la lluvia, con el sol, para que sus ingredient­es estén al punto. Cuando los astros y las estaciones se alinean, sus chícharos tiernos mezclados con setas carnosas son una experienci­a que –con el perdón del honorable cerdo y el cordero–, hace olvidar al reino animal. Paisajes, arquitectu­ra, sabores entrañable­s y buen vino. A Rueda le cabe demasiado en la copa.

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 ??  ?? Arriba: una vista desde el Alcázar de Segovia. Abajo: un recorrido por la cava subterráne­a de la bodega Menade.
Arriba: una vista desde el Alcázar de Segovia. Abajo: un recorrido por la cava subterráne­a de la bodega Menade.
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 ??  ?? Arriba: los viñedos de Cuatro Rayas. Abajo, izquierda: el dorado De Alberto. Abajo, derecha: un detalle del centro de Valladolid.
Arriba: los viñedos de Cuatro Rayas. Abajo, izquierda: el dorado De Alberto. Abajo, derecha: un detalle del centro de Valladolid.
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