Food & Wine en Espanol

Mahane Yehuda

MAHANE YEHUDA RECORRÍ EL MÍTICO MERCADO DE JERUSALÉN, MAHANE YEHUDA, COMO LOCAL, A DISTINTOS HORARIOS Y JUNTO A LOS PERSONAJES MÁS DISPARES. CADA VISITA ME MOSTRÓ UNA PANORÁMICA DIFERENTE DE UNA NACIÓN QUE LAS INTEGRA TODAS.

- por SHADIA ASENCIO fotos DAVID VAAKNIN

En el mítico mercado israelí se despacha algo de la historia de todo el mundo.

Los mercados de un país son como una echada de cartas: en ellos el pasado y el presente conviven en cada pasillo; la esencia de esa geografía –los ingredient­es, los modismos y la cultura– sale a la luz. Pero, ¿qué pasa cuando un país está hecho de fragmentos de otros países, culturas, religiones e ideologías? En esos casos se requiere de una lectura más compleja y estudiada. Así fue como en un viaje a Israel emprendí una feliz misión: recorrí el gran mercado

Mahane Yehuda de Jerusalén varias veces, con distintas personas. En cada visita me resultó un lugar distinto. En todas, el paraíso.

CON TALI: DESDE LO ALTO

El barista pone todo su empeño en lograr el diseño perfecto en el latte que sostiene mientras Tali Friedman espera en una mesa. Estamos en Roasters, el café del Mahane Yehuda, famoso por tostar y poner en la taza los mejores granos de América del Sur e Indonesia. Ella es chef –una de las más reconocida­s de Israel– y la máxima autoridad del mercado. La conocí dos días antes en la inauguraci­ón de Open Restaurant­s Jerusalem cuando, sin querer, le catapulté una cucharada de hummus en su abrigo afelpado. Mientras trataba de enmendar mi error acicalando su ropa, mencioné que estaba haciendo una historia del mercado: “Estás de suerte”, me dijo. “Tal vez yo pueda ayudarte”.

Tali es una celebridad aquí. Regala saludos a cuanto transeúnte pasa con vívidos ‘¡Shaloms!’ Entre sorbos de café me cuenta que en el mercado existen 600 locales y 450 vendedores; algunos de ellos son dueños desde épocas otomanas, de segunda o tercera generación. Para ella lo más importante es que el Mahane Yehuda conserve su autenticid­ad, “por eso actualment­e sólo permitimos que 22% sean restaurant­es y bares. No quiero que los otros vendedores se vayan ni que el mercado pierda su esencia”.

Salimos de Roasters para dirigirnos a la entrada del mercado, a The Atelier, en el segundo piso de una casa. Desde este punto puedo ver el alcance de su reino: el mercado por las alturas. En The Atelier le ha dado clases a casi todos los chefs de la región. También ofrece experienci­as hechas a mano en las que visitan a sus productore­s favoritos y cocinan y comen con sus ingredient­es.

La chef ultima detalles en la terraza pues esta noche ofrecerá una cena. Mientras tanto me cuenta que el mercado comenzó durante el Imperio Otomano –a finales del siglo

A FINALES DEL SIGLO xix, LOS AGRICULTOR­ES ÁRABES LLEGABAN A VENDER SU MERCANCÍA A QUIENES VIVÍAN FUERA DE LOS MUROS DE LA CIUDAD VIEJA.

xix– cuando los agricultor­es árabes llegaban a vender su mercancía a quienes vivían fuera de los muros de la Ciudad Vieja. En ese entonces los puestos estaban regados por todas partes. Era un auténtico laberinto en condicione­s insalubres. La infraestru­ctura actual –ordenada, limpia, cubierta en algunas partes– es obra de Uri Amedi durante los años 80.

No puedo guardame la curiosidad: le pido a Tali sus recomendac­iones más sofisticad­as. Sale a la luz Dwiny Kasorla con su Dwiny Pita Bar, que ofrece comida callejera –vende sándwiches rellenos en combinacio­nes improbable­s–, con el expertise y técnica de quien pasó por universida­des culinarias. Las recetas son de su abuelo, quien según Dwiny, “no estaría orgulloso de sus recetas” por lo extroverti­das que podrían resultar. Yo creo que sí. Las pitas son espectacul­ares.

A unas cuadras está el Machneyuda, un restaurant­e que se ha llenado de fama durante los diez años que lleva abierto. La fila para entrar es

interminab­le. ¿Quieren saber el significad­o de FOMO (Fear Of Missing Out)?: escuchar aplausos, risas y música arabesca a todo volumen desde afuera. Assaf Granit y Uri Navon son los dueños y señores de un grupo que integra, además de este, otros restaurant­es en Israel y Londres. Claro, en Machneyuda el menú cambia dos veces al día para ofrecer sólo lo más fresco que llega al mercado. Lo que me asombra es que no ofrezcan comida con la bendición kosher en un contexto tan religioso como Jerusalén. Al fin dentro, pruebo uno de los vinos de su carta. Un Judean Hills, de la Bodega israelí Tzora, con aromas a frutos negros, espectacul­ar. De comer, unos calamares con mantequill­a de berenjena, jocoque, zaatar y pistaches y un filet mignon con betabel y puerro en salsa de vino, montado sobre un puré de papas anubado y terso. Para el cierre, soy invitada a ir a la mesa de al lado. Los meseros han regado los cuatro postres del menú sobre una manteleta que ocupa el tamaño de la mesa. No hay platos. Hay un cadáver exquisito de elementos dulces dispuestos al azar. Un bullicio de aplausos y música me hace mover los brazos y las caderas junto a los meseros que celebran probableme­nte un cumpleaños. No entiendo bien qué está pasando pero presiento que me quedaré a averiguarl­o.

CON EL LOCAL: DESDE LAS ENTRAÑAS

Faltan treinta y seis horas para que inicie el shabat, el día de descanso en el judaísmo. A la víspera de la cena de cada viernes en el mercado Mahane Yehuda se respira nerviosism­o. Los padres de familia están negociando los mejores precios ante los marchantes que se la ponen difícil. Hay poco espacio para caminar. Hay gente pasando a toda velocidad con sus diablitos de carga mientras las familias los torean como matadores en fiesta brava. David Vaaknin me acompaña. Aunque él es de Tel Aviv, a poco más de una hora de aquí, me advierte que no es asiduo al mercado: “Es demasiado caro para mí. Sólo vengo cuando quiero algo especial”.

David me explica que el mercado se divide en varias secciones: la principal que está techada y dividida por varias calles con nombres de frutas; la abierta, la iraquí y la georgiana. Para mí, es el único lugar en el mundo en el que quisiera estar: los ingredient­es frescos compiten por las miradas de los compradore­s, los olores de la comida lista para llevar hablan de calor, de especias, de horas en la olla; los puestos de bollería se apiñan uno detrás de otro revelándom­e que el pan es un tópico en Israel.

Pruebo unos redondos, otros ovalados, en rosca, espolvorea­dos con sésamo o barnizados con miel. Los trenzados son los jalá, unos bizcochos que los judíos sefaradíes utilizan con fines rituales. Son esponjosos y ligerament­e dulces pues además de huevo, harina, agua, levadura y sal llevan azúcar o miel. Están también los lafa –los hermanos mayores de la pita que suelen ir cobijando bolitas de falafel–. Los bagels de Jerusalén son gruesos, con la forma de una pista de carreras de caballos; los pruebo aderezados con polvitos mágicos de zaatar que le suben los watts al mil porciento.

David me lleva hasta donde están preparando knafhe. Estos pastelitos turcos llevan una base de queso de cabra y topping de kadaif (fideos vermicelli). Aquí los preparan al momento sobre la parrilla, a fuego lento. Una chica les rocía una cascada de almíbar desde una tetera plateada que recuerda a la lámpara mágica de Aladín. El vapor me nubla los lentes, el knafhe que me devoro, las buenas maneras.

A unos pasos está The Halva Kingdom. Las halvas, muy parecidas a los turrones, se venden por peso. A diferencia de las árabes, las israelíes suelen venir de la tahina, una pasta de sésamo tostado que en este puesto además complement­an con otros ingredient­es. “Deme una de pistache”, me imagino que dice David por la reacción del tendero. Tras comérnosla en un bocado, seguimos con la de almendras, la de chocolate y a mi petición, la de chiles.

Un aroma pungente llega desde el puesto de especias de al lado: es una composició­n accidental de olores, formas y colores que van de los ocres a los verdes, de los amarillos a los teja. Hay sumac, zaatar, kofte, pimientas rosas, cúrcuma y comino dispuestos en montañas que invitan a ser conquistad­as. Compro un poco de todo porque no hay que escatimar en felicidad y las especias son la felicidad de la cocina.

Ya no tenemos hambre pero David y yo descbubrim­os el pequeño establecim­iento en el que Lucas despacha empanadas salteñas. Él, un argentino que regresó a la tierra de la leche y la miel con las maletas llenas de la comida de su infancia, saca decenas de creaciones desde su horno josper. Dice que la mejor forma de comer sus empanadas es regodearla­s con un poco de chimichurr­i y con otro poco de tahini. El resultado es un matrimonio sápido entre las dos culturas, ligerament­e amargo, ligerament­e dulce, como el amor, como el matrimonio.

CON SHUKY: A LOS ALREDEDORE­S

El viento es denso en esta intersecci­ón en la que los balcones del barrio exhiben toda suerte de ropa mojada. Shuky Haiku, experto en la gastronomí­a del mercado, dice que probaremos los bocados más icónicos del Mahane Yehuda y sus alrededore­s: “Este es el centro de reunión de mi ciudad. Aquí se une la cocina de todas partes: la de los judíos ultraortod­oxos, los palestinos, los etíopes, los armenios, los rusos, los turcos y los judíos provenient­es de todo el mundo. Imagínate de cuántos lugares viene la gente y su comida”, termina con dicción de locutor. Sus lentes de sol reflejan el famoso mural Ben Yehuda que muestra gente comprando, puestos de frutas y verduras.

“Estas son de las pocas cosas ricas que vienen de los judíos askenazis”, bromea mientras que de una cajita de

plástico saca unas rugelach que disparan notas lácticas a mantequill­a. Vienen aún calientes, directo de Marzipan Bakery, a un costado del mercado. Estos panecillos son creación del señor Ozarko y su familia, quienes desde hace más de cuarenta años ofrecen toda clase de bollería judía en Jerusalén. A mi parecer las rugelach son las primas hermanas de los croissant, sólo que en versión petit; en vez de hojaldre van amasadas en pasta filo y llevan chocolate. Son grasosas, melosas. Te las podrías comer como papitas.

“La comunidad de judíos georgianos es bastante significat­iva en Jerusalén”, cuenta Shuk mientras nos detenemos en Hachapuria, el restaurant­e de Tango, un inmigrante georgiano. El mesero trae en su charola un pan haciendo las veces de un tazón; por sopa lleva queso derretido con huevo frito al que se me antoja echarme un clavado. Trae también unas burekas georgianas de espinacas mezcladas con una pasta de nueces y hierbas que queman la boca a los impaciente­s como yo. Viene también un pan plano más grueso que una pita, pinceleado con toques de mantequill­a y relleno, por supuesto, con más queso.

En Morduch probamos cigarros marroquíes –rollos de pasta filo rellenos de carne molida y especiada–, unas hojas de parra jugosísima­s y pastel –un hojaldre frito que va relleno de puré de papa–. Para el desempance terminamos en Uzi-Eli, el centro botánico del mercado. El señor Uzi Eli, alias ‘Etrog man’, se proclama inventor, guía espiritual y sanador. Nos cuenta que las recetas de sus jugos y menjurjes medicinale­s le llegan en los sueños. Le creo y pruebo uno de etrog –una variedad del limón amarillo– y hoja de gat que no hace invisible las calorías que me he comido esta tarde, pero al menos me da energía por si acaso quisiera ir a correr después…

CON AMIGOS: DESPUÉS DE LAS 7 P. M.

Algunos pasillos del mercado están

LAS PUERTAS DEL MERCADO, INTERVENID­AS CON EPISODIOS BÍBLICOS, TE HACEN CONSCIENTE DEL LUGAR DONDE ESTÁS: LA TIERRA PROMETIDA.

todavía alumbrados. Las puertas de metal de los locales cerrados muestran el plot twist de la noche: esta podría ser una galería de arte urbano. El tema en cada puerta del Mahane Yehuda me hace consciente de estar en la tierra prometida. El artista Salmon Souza empezó a pintar episodios bíblicos luego de que los locatarios cambiaran las puertas cada mañana, tras descubrir una expresión anárquica grafiteada en su local. Aunque me llena de curiosidad examinar la obra completa de Souza, esta noche vengo a comprender la palabra lehaim, el grito de guerra para decir ‘salud’ en hebreo.

A esta hora el mercado parece otro sitio. Algunos puestos tienen mesas exteriores para tomar un trago, o varios, según la sed. Como me dijo Tali, el mercado georgiano tiene todo para hacerlo bien. En la esquina está el Casino de París, un sitio que otrora fue burdel y que queda como vestigio del asentamien­to británico. Cuando los ingleses dejaron el país el sitio cayó en el abandono. A penas hace unos años un artista de hip hop reconquist­ó el territorio con tapas, pizza y cervezas en un contexto de los años 20. Los cocteles tienen cierto aire de remembranz­a, o al menos así me parece el British Mandate, un Bushmill’s sour con dátil, miel y jarabe de especias.

Otro nocturno obligado es Jimmy’s Parliament, un hoyo israelí auténtico. Las paredes están cubiertas por portadas de discos sesenteros que no reconozco: hombres copetudos, chamarras de cuero, mujeres en lentejuela­s. Aquí venden arak ‘curado’: Jimmy le añade higo, dátil o nuez para que sea más amable con la garganta. El de dátil es tal vez demasiado dulce; el de higo, perfecto.

Le pido a Jimmy que brindemos juntos pero me dice que está a punto de someterse a una operación. Recuerdo que recién leí un texto que explicaba que lehaim también significa ‘por la vida’, así que dedico tres lehaim con mucho feeling: uno para él, otro para mí y uno más para todos los que han venido a buscarla a este collage de naciones llamado Jersusalén.

 ??  ??
 ??  ??
 ??  ?? La felicidad también se vive desde la cocina del célebre restaurant­e Machneyuda.
La felicidad también se vive desde la cocina del célebre restaurant­e Machneyuda.
 ??  ??
 ??  ??
 ??  ??
 ??  ??
 ??  ??
 ??  ??
 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Mexico