Cuaderno de viaje
Los Alpes franceses son famosos por el esquí, pero el atractivo en verano es el excelente vino.
El verano en los Alpes franceses.
ANTES DE VISITAR SAVOIE, la región alpina al este de Francia, nunca me había preguntado qué podrían tener en común los viticultores y los esquiadores. Después de todo no hay viñedos que bordeen las pistas. Pero una alteración geológica que crea montañas de 3 650 metros de altura (perfectas para el esquí), tiende a dejar suelos favorables para un viñedo en la parte baja (ideales para el cultivo de la uva). Y en verano los esquiadores se esfuman y dejan los hoteles, los restaurantes y las increíbles vistas a los excursionistas, los ciclistas y los amantes del vino, como yo.
Mi esposo y yo vinimos en coche en agosto pasado desde Borgoña, donde vivimos, a través de un paisaje gris y escarpado que parecía muy suizo, lo que no es de extrañar, ya que el Lago del Bourget, el mayor lago natural de Francia, está a sólo 75 kilómetros al sur de Ginebra. El agua verde brillante significaba que tendríamos una agradable temperatura para nadar, ya que las algas inofensivas responsables del color solo florecen a unos 24 oC. Al final del día tomamos un espumoso y cítrico Crémant de Savoie en la terraza del Hôtel L’Incomparable, servido (como en todas partes) por un personal cuidadosamente equipado con cubrebocas, y observamos cómo el extraordinario tono del lago se atenuaba a medida que la luz se desvanecía.
Las variedades de uva de Savoie, como la Jacquère, Altesse y Mondeuse, no son exactamente nombres conocidos, y como los esquiadores y excursionistas son gente sedienta, la mayoría de los vinos de Savoie nunca llegan más allá de las montañas. Estaba en un terreno sin explorar.
Rodeamos el lago hasta Jongieux para conocer a
Eric Carrel, quien continúa embotellando con el nombre de su padre, François. De las cuatro denominaciones de Savoie, Vin de Savoie es, por mucho, la más grande, y jongieux es una de las varias denominaciones que la componen. El tinto Jongieux de Carrel está elaborado 100% con uva mondeuse, una variedad encantadora, ligera pero seria, con una fina acidez; algunas de sus cepas tienen más de un siglo. Su jacquère era fresca y mineral, con un toque de melón, muy diferente a las jacquères perfumadas y con notas a durazno que probamos más al sur.
La razón de esa diferencia es una antigua catástrofe: el gran derrumbe de 1248, Cuando parte del Mont Granier se derrumbó y dejó ricos suelos de arcilla roja y azul, y un montón de escombros de piedra caliza. Esas arcillas son la razón por la que, según el enólogo de Apremont, Jérémy Dupraz, la uva jacquère de Apremont es tan especial. Sus colegas Philippe Ravier, en Myans, y Michel Quenard, a pocos minutos, en el Coteau de Torméry, hablaron de la importancia de 1248, probablemente porque cada uno de ellos elabora un Jacquère Les Abymes; abymes significa “los abismos”, y las vides de este viñedo crecen en los restos de piedra caliza y marga de aquel antiguo desastre.
El colapso de la montaña también produjo otros milagros: al salir de Ravier, pasamos junto a una enorme Virgen María dorada que brillaba con la luz del sol en lo alto de la iglesia de Nuestra Señora de Myans. El gran derrumbe se detuvo aquí, sin afectar a la iglesia. Casi 800 años después, nadie lo ha olvidado.
Michel Quenard, que ahora trabaja con su hijo Guillaume, tiene una acogedora sala de degustación de madera y 218 500 metros cuadrados de viñedos en laderas empinadas y rocosas. Incluso mejor que su vino Les Abymes, encontramos tres
blancos ricos y afrutados hechos con uva roussanne —conocida aquí como bergeron—, aunque Guillaume se quejó de que la uva implica el doble de trabajo que la jacquère.
Desde Chamonix, subimos por teleférico a 2 285 metros para encontrarnos con Claire iolière, una guía local, para hacer una caminata bastante seria como para abrirnos el apetito, pasando por alerces y pinos, flores púrpuras brillantes y los restos del teleférico que sirvió para los Juegos Olímpicos de Invierno de 1924. iolière sabía historia, geología y botánica; pero mejor aún: conocía los mejores refugios —sencillos restaurantes en la cima de la montaña con encantadoras terrazas al aire libre y habitaciones para verdaderos escaladores–. En uno de ellos probé los diots au vin blanc, unas sabrosas salchichas de cerdo de la zona cocinadas en vino blanco; en otro, un surtido de pasteles que nos deslumbró visualmente –el encargado, Claude Quenot, es un chef pastelero de formación–. Incluso a 6.5 km de Italia y 12 de Suiza, esto se sentía más francés que la Torre Eiffel.
Más allá de estos refugios se encuentra otra vista espectacular: la Mer de Glace, o “el mar de hielo”, el glaciar más largo de Francia, bordeado por colinas de color gris oscuro e imponentes picos cubiertos de nieve. Está perdiendo unos 30 metros al año debido al calentamiento global, y como los antiguos glaciares que antaño atravesaban este paisaje son los responsables del suelo propicio para los viñedos, estoy doblemente agradecida por haberlo visto.
Sorprendentemente hay un pequeño tren allí arriba. Tras un empinado viaje en tren de vuelta a Chamonix, caminamos por el río Arve hasta el spa QC Terme. Su próxima apertura será en Nueva York, pero aunque el nuevo spa estadounidense podría tener tantos saunas como el de Chamonix —que tiene suficientes como para rivalizar con Finlandia, incluyendo uno que funciona también como cine—, no estoy segura de que el cielo de Manhattan pueda igualar lo mejor de Chamonix: una gran piscina climatizada al aire libre directamente frente a los espectaculares Alpes.
Tal vez, a estas alturas, deberíamos ser inmunes a las increíbles vistas. Desde nuestra habitación en el Auberge du Bois Prin, una suntuosa versión de un chalet de madera de Savoie, la montaña más alta de Europa, el Mont Blanc, parecía tan cerca que prácticamente se balanceaba en nuestro balcón. En el restaurante, el dueño, Emmanuel Renaut —chef del Flocons de Sel, con tres estrellas Michelin, a 30 minutos, en Megève— ha contratado al excepcionalmente talentoso (y excepcionalmente joven, con 25 años) Xavier Aubel como chef. La sommelier Delphine Borner maridó los magníficos platos de Aubel con una secuencia de oscuros y deliciosos vinos locales que me hicieron añorar las visitas a los viñedos que me había perdido, como el de Edmond Jacquin, que está a solo tres minutos a pie del de Carrel. No importa si te gusta el esquí, el montañismo o las catas de vinos, siempre hay algo nuevo por descubrir.