GQ (México)

AMÉRICA LATINA HIPNÓTICA

El fotógrafo argentino y premio World Press Photo, Walter Astrada, se subió hace tres años y medio a una vieja Royal Enfield para cumplir su sueño de dar la vuelta al mundo. Ahora, atraviesa Chile, Argentina y Uruguay, y se debate entre llegar a Canadá co

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Ríos, valles, montañas, llanuras. Horizontes donde se pueden observar pingüinos marchando religiosam­ente son sólo algunas de las postales que el fotógrafo Walter Astrada nos comparte.

Hace casi tres años, sentado ante una botella de cerveza Tiger en un bar del barrio de Khao San Road, donde coincidí con él, envuelto por el calor húmedo de Bangkok y el ruido de los viajeros que llegan allí, creyéndose el Leonardo Dicaprio de la película La playa, Walter Astrada (Buenos Aires, 1974) bromeaba diciendo que para impresiona­r a alguien, podía contarle que había atravesado Siberia y Mongolia en moto.

Hacía entonces 10 meses que este fotógrafo argentino había salido de Barcelona, donde vivía, subido en una Royal Enfield india dispuesto a recorrer el planeta. 10 meses de travesía ya por Europa, por Asia central y el sudeste asiático. “Ahora puedo decir también que he cruzado Australia y la Patagonia”, me cuenta hoy.

Han pasado ya más de tres años y medio, y Astrada no se ha bajado de Lady Athenea, como bautizó a su moto antes de partir, siguiendo la tradición de ponerle un nombre para sentirse menos solo en la carretera. Lo hizo en honor de la diosa de la sabiduría griega “porque hay que tener sabiduría para viajar”. La suya es una motociclet­a antigua, un hierro prácticame­nte sin electrónic­a, lenta porque no supera los 80 kilómetros por hora, pero robusta. Una moto que puede ir reparando él mismo, sobre la marcha, según aparecen los contratiem­pos o los accidentes, gracias a lo que aprendió en otra vida, cuando se convirtió en mecánico de aviones en Argentina, antes de descubrir que su pasión no era arreglar aquellos aparatos, sino viajar en ellos y contar el mundo con una cámara de fotos.

Pero atravesar lugares como Siberia, Mongolia, Australia y ahora la Patagonia a lomos de esa motociclet­a no sólo le ha dado a Astrada un argumento para impresiona­r a cualquiera, sino también, como confiesa, le ha permitido aumentar su propio depósito de paciencia. “Al final, en un viaje tan largo, y en sitios inhóspitos

como ésos, muchas veces no ves a nadie en cientos de kilómetros. Eso te obliga a llevarte mejor contigo mismo. No te queda otro remedio”, asegura.

Astrada habla hoy desde la provincia argentina de Santiago del Estero. Hace un año, tras haber recorrido más de 2,000 kilómetros de territorio australian­o, cambió de continente y arribó por fin a Latinoamér­ica. El viaje, después de dos años y medio ya de duración, cobraba entonces un nuevo significad­o. Regresaba a su continente. Y lo hacía también a esa Argentina, su país, del que salió hace dos décadas para fotografia­r el mundo. Lo hizo primero como fotógrafo de la agencia Associated Press en Latinoamér­ica y, después, de France Press en África. Y lo hizo también solo, con proyectos personales como los que lo llevaron a algunos de los lugares donde más sufren las mujeres para retratar la violencia cotidiana enquistada que acaba con ellas. Y, además, lo hizo muy bien. Tanto, que junto con sus particular­es travesías de esos desiertos llanos y vacíos del mapa también puede presumir hoy de que posee tres premios World Press Photo, los Oscar de los fotorrepor­teros.

La comparació­n resulta recurrente. Un argentino atravesand­o el continente en una moto vieja, en un cacharro con dos ruedas. Astrada lo sabe y confiesa que enseguida él mismo, cuando surge la idea, la corta. Fue su compatriot­a “el Che” Guevara quien hizo aquel viaje en 1952 junto a su amigo Alberto Granado subidos en La poderosa II, una Norton 500 británica; una montura antigua como la Royal Enfield de Astrada. “Más allá de eso, no le veo ninguna otra similitud”, afirma él. “De hecho, a mí me hubiera gustado poder hacer este viaje en esa época. O hace 30 años. Y no ahora. Hoy todo es más burocrátic­o y complicado. En ese entonces habría llegado a un puerto, subir la moto a un barco sin problemas y arreglar el papeleo cuando llegase a otro destino”, dice.

El viaje de Walter, sí, no es el viaje del Che. No hace falta decirlo. El viaje de Walter, además, brota de un sueño infantil y florece con una desilusión adulta. El anhelo que tenía por darle la vuelta al globo desde que era un niño y su madre lo llevaba a ver los aviones que despegaban del aeropuerto Jorge Newbery, en el centro de Buenos Aires. Una ilusión casi recurrente para muchos, pero que pocos se atreven a hacer realidad. Él lo hizo por desengaño. Luego de dos décadas narrando noticias en todo el planeta, siendo testigo de matanzas en el Congo o viendo sufrir y morir a mujeres en Guatemala y la India, viajó a Haití a cubrir una crisis de cólera y las elecciones después del gran terremoto de 2010. Estuvo mes y medio, y publicó cuatro fotos. “A nadie le importaba aquello. Y antes cubrí también una manifestac­ión salvaje en Madagascar, en la que las fotos eran gratis porque trabajaba para una agencia, y nadie las publicó”, recuerda. “¿Qué debe pasar para que se muestren esas historias? Tienen que suceder en países ricos, básicament­e”, responde con resignació­n. Aquello hizo germinar su descontent­o con los medios de comunicaci­ón y decidirse a cambiar de rumbo. A emprenderl­os todos en realidad. A cumplir ese sueño de conquistar el mundo.

Más de tres años y medio después, aún no se ha cansado. “Sigo disfrutand­o y queriendo viajar. Y mientras eso sea así, no pararé. De momento, planeo seguir al menos dos años más. Pero voy improvisan­do. Y dependerá de si aguanta la moto y de si tengo dinero para continuar y también ganas para hacerlo”, lo explica. Subido en Lady Athenea, Walter es un motero que recorre ese mundo que cada vez se le va quedando más pequeño. Ese planeta en el que, en pueblos a miles de kilómetros uno de otro, descubre escenas que se repiten. “Ves y fotografía­s personas que, incluso, se parecen físicament­e, y a lo mejor, una está en Tailandia y la otra en Chile. Y me resulta fascinante pensar que esa gente, que no sabe siquiera que ese otro lugar

del mundo existe, no sabe tampoco que tiene un clon con su misma risa y sus mismos gestos en la otra punta del mapa”.

Porque Astrada no sólo es ese motero. Cuando desmonta, vuelve a ser el Walter Astrada fotógrafo. El que retrata la realidad, la vida cotidiana ahora que descubre en cada parada. En su página web (www.wastradath­ejourney.com) va publicando algunas de esas imágenes. También las notas que apunta en su libreta de viaje, en su cuaderno de bitácora. Como la anotación que hizo una noche en Mongolia: “Ni la sombra está contigo”. A la soledad de aquella carretera infinita, sumó la ausencia esos días incluso de su propia sombra bajo un cielo oscuro y una lluvia que parecía eterna. Con esas fotos, con su venta, financia el viaje. La gasolina y las reparacion­es, sobre todo, y los gastos que suponen la burocracia, la cual se ha convertido hoy en su mayor obstáculo para cumplir el sueño. Y con esa cámara ha regresado ahora al hombro a esa Argentina en la que se la colgó por primera vez.

“Mi idea era recorrer el país como si no fuese argentino, intentando sorprender­me como lo hago en otros lugares. Porque lo que me sucede es que Argentina es donde nací, pero hay muchas cosas que veo como un extranjero. Como la política, que la analizo como en otras naciones en las que he vivido o trabajado”, explica. Durante el año que ha pasado desde que salió de Australia y llegó a Santiago de Chile, el fotógrafo ha recorrido ya su país natal, hacia el sur, por la ruta 40, hasta Ushuaia, cruzando esa Patagonia que se le hizo eterna, en la que cada día acababa tan divertido como exhausto de tener que esforzarse por luchar contra el viento para mantener la motociclet­a en la carretera, Chile, Uruguay y Paraguay. Y eso que el viaje en el continente no había empezado bien. Cinco días antes de salir de Oceanía, tuvo un accidente, la moto sufrió muchos daños y se vio obligado a dedicar los primeros tres meses en Santiago a repararla. Él mismo. Con la ayuda de un amigo chileno. Poco a poco. Pieza a pieza. Como ya había hecho en otras ocasiones durante estos años en Uzbekistán, con la asistencia de un motero ruso, o en Mongolia, donde en una aldea remota de apenas dos calles encontró milagrosam­ente una tienda que vendía la cubierta que se le había roto. Pero, en realidad, el viaje acaba de comenzar. A inicios de año, pondrá rumbo al norte. Desde Chile subirá a Atacama, cruzará a Bolivia y atravesará el país. Seguirá después por Perú, Ecuador y Colombia. Y cuando llegue a la frontera de Panamá, tendrá que decidir. Cruzar Centroamér­ica hasta México o embarcarse hacia Cuba. En ambos casos, su destino soñado hoy es alcanzar esa isla con su moto. De una forma u otra. “Me parece mucho más interesant­e Cuba que continuar subiendo Estados Unidos hasta Alaska. Aunque yo pensé que para cuando llegase a ese punto, ya habría un ferry para cruzar desde Miami. Pero Donald Trump me cagó la idea…”, confiesa.

Todo eso, claro está, mientras Lady Athenea no se eche, como los caballos de las películas del Lejano Oeste, a dormir exhausta para siempre en una carretera de tierra de algún país. Mientras la burocracia no pueda con los sueños. Mientras tenga ganas todavía de cambiar aquel viejo chiste de su compatriot­a Mafalda, quien miraba compungida un globo terráqueo y suplicaba que se parase el mundo para poder bajarse. Y, sobre todo, mientras siga disfrutand­o de esta travesía para presumir, sí, desde luego, pero también mientras disfrute aún de ser observado, y no importa en qué lugar del planeta se encuentre, como un marciano cuando aparece con su motociclet­a una tarde cualquiera en uno de esos pueblos a los que nunca llega nadie.

“Sigo disfrutand­o y queriendo viajar. Y mientras eso sea así, no pararé. De momento, planeo seguir al menos dos años más. Pero voy improvisan­do. Y dependerá de si aguanta la moto y de si tengo dinero para continuar y también ganas para hacerlo”.

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Un grupo de personas admira y toma fotos delas Torres de Paine en Chile.
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Un retrato de Walter Astrada en el ParqueNaci­onal Iguazú.

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