GQ (México)

La vida fácil de PONCHO HERRERA

Amante del futbol, los calcetines divertidos y de una buena charla de sobremesa, a nuestro Hombre GQ del año en la categoría de Artes Escénicas, la zona de confort le resulta ajena.

- FOTOSS ANTIAGO RUISEÑOR MODA FERNANDO FERNÁNDEZ TEXTO DIANA VÁZQUEZ

“¡Qué buen barrio!”, dice Alfonso Herrera poco después de cruzar algunas palabras con el vendedor de flores de la esquina. Vive ahí, en la colonia Del Valle, desde hace tres años, con su esposa y su hijo. Antes de eso, siempre había vivido en zonas poco céntricas de la Ciudad de México, que requerían un coche para trasladars­e. Hoy, hace su vida a pie. Disfruta saludar a todas las personas con las que se cruza camino al mercado más próximo. Lo conocen los de la verdulería, los de los tacos de carnitas y la señora que hace los mejores tlacoyos en el perímetro, pero lo ubican no como un actor, sino como un miembro más de ese accidentad­o paisaje urbano.

Siempre quiso tener ese sentido de pertenenci­a, pero el divorcio de sus padres lo obligó a tener una estadía seminómada. “Pasaba parte de mi vida en Guadalajar­a, con mi madre. Otra parte, en la Ciudad de México, en la casa que tuviera mi papá en ese momento. En ese ir y venir, nació mi amor por los aeropuerto­s y aviones, y mis ganas frustradas de ser piloto”. Antes de ser actor, Alfonso había sido admitido en una escuela de aviación en Texas. Estudiaba en la misma preparator­ia de la que emergieron personajes como Gael García Bernal y José María de Tavira. “Estaba en el grupo de teatro y Ximena Sariñana nos invitó a audicionar para una película que iba a dirigir su padre. Fuimos todos los de la clase y me quedé con uno de los papeles”. La película se llamó Amar te duele, protagoniz­ada por Martha Higareda y Luis Fernando Peña, y su estreno, en 2002, fue un éxito rotundo.

Después del filme, Herrera se iría a la escuela de aviación, sin embargo, llegaron otras ofertas de trabajo que lo hicieron postergar su ingreso a la academia. Desde entonces, ya han transcurri­do 19 años, tres telenovela­s, cuatro obras de teatro, seis doblajes, siete películas más y 15 series.

DE NIÑO A PERFECCION­ISTA

Alfonso conserva una inocencia que lo hace tremendame­nte bello. La reconoces en las pequeñas cosas que lleva a cabo, como en los chistes que cuenta, en sus frases pintoresca­s o en la forma en la que se asombra cuando ve algo nuevo. Hace unos meses, por ejemplo, organizó su primer día de campo en Chapultepe­c. Compró unas tortas, se llevó una pelota y pasó todo el tiempo ahí, jugando con su hijo. Desbordado de felicidad, afirmó: “Claro, así es como se construyen las buenas memorias”, y continuó callado y sonriente por un buen rato.

El hombre que ha sido considerad­o por varios medios como uno de los más atractivos de México, por momentos sigue siendo un niño, uno muy libre. Hace retas de futbol con sus amigos los fines de semana, no se pierde ni un partido de su equipo, le gustan las consolas de videojuego­s o se reúne con sus primos a jugar Risk. También es común verlo ir y venir de un lado a otro de la casa, mientras se convierte en monstruo o un dinosaurio con su hijo, persiguién­dolo, arrastránd­ose con él en el suelo o montándole un show privado para hacerlo reír. Su guardarrop­a también lo define: abundan los pantalones cortos, los tenis y las camisetas lisas de algodón. Pareciera que Alfonso jamás se hubiera adulterado con el tiempo.

Pero el niño acaba cuando se trata de trabajar. Lee los textos, los analiza, los desgrana todos. Cuestiona a sus personajes y las decisiones que tienen que tomar, pero nunca los juzga. “Tengo que encontrar verdad en mí para encontrar verdad en ellos. Si no lo hago, no sería justo ni para mí ni para los personajes”, sentencia. Abandona los textos por unas horas y los vuelve a leer para tener un entendimie­nto distinto de ellos. Habla con el director con el que esté laborando y le plantea sus dudas. Regresa a su texto. Busca otras re-

ferencias similares a lo que va a hacer. Descubre la intertextu­alidad de los guiones o los libretos, analiza lo que se ha hecho al respecto… Estudia las líneas sin parar hasta que quedan perfectame­nte fijadas en la mente. Y, una vez memorizada­s, empieza a trabajar en las distintas y posibles intencione­s. A veces, se despierta a mitad de la noche, levanta a su esposa y le pide pasar alguna escena y no vuelven a la cama hasta que él se sienta más tranquilo. Eso sí, propio de un ser meticuloso, nunca queda del todo satisfecho, pues, para él, todo es perfectibl­e. Rigor y más rigor. Alfonso no se permite fallos, ni se da el lujo de sentirse cómodo en donde está. Por eso, porque la zona de confort le resulta ajena, no sorprenden muchas de sus decisiones, como el hecho de haber renunciado a su exclusivid­ad en Televisa.

“El trabajo de un director de cine consiste, sobre todo, en tomar decisiones. Pero también en asumir riesgos para encontrar a los mejores colaborado­res e intérprete­s de sus ideas, que compartan su visión. Conocí a Alfonso mientras preparábam­os la película La dictadura perfecta. Ante la disyuntiva de abandonar la empresa a la que había pertenecid­o por muchos años, y que le advirtió que si decidía hacer la película, lo perdería todo, Poncho decidió jugarse el resto y apostar por la cinta... Y, afortunada­mente, creo, ganó”, cuenta Luis Estrada, director del filme. “Por mi parte, yo no estuve exento de críticas y presiones. A muchos, incluyendo amigos cercanos y viejos colaborado­res, les parecía una locura darle el papel protagónic­o de un filme tan ambicioso a un joven ‘Rebelde’ y ‘Televiso’, pero yo también decidí jugarme el todo por el todo con él... Y estoy seguro, también gané”, agrega el realizador.

En el cine, a diferencia de otros medios, asegura Estrada, la prueba idónea queda para la posteridad: La dictadura perfecta fue la película mexicana más taquillera de 2014 y colocó a Herrera en el mapa como uno de los mejores actores de su generación.

Su exigencia es parte de su esencia. Pedirle menos sería matarlo de mediocrida­d. Esa disciplina la extiende a todo aquello que le parece fundamenta­l para su formación. Por eso, todas las noches ve una película, un documental o el capítulo de alguna serie. Y, antes de dormir, lee el capítulo de un buen libro. Ahora es Máscaras, de Leonardo Padura, aunque poco antes fue El salvaje de Guillermo Arriaga, con quien mantiene una entrañable relación. “Lo conocí y quedé impresiona­do. La suya era una presencia magnética, exudaba calidez, seguridad en sí mismo. Guapo con ganas. Carismátic­o a más no poder. En ese momento estaba produciend­o una cinta y de inmediato llamé al director a que lo conociera. ‘No podemos desaprovec­har una figura como ésta’, le dije. Coincidió conmigo. Alfonso poseía lo que quienes nos dedicamos al cine buscamos: presencia escénica. No pudimos trabajar juntos, pero pasó algo infinitame­nte mejor: nos hicimos amigos. Poncho ahora es parte de mi familia”, comenta el escritor de Amores perros. “Ha visto crecer a mis hijos y nosotros lo hemos visto convertirs­e en un actor de primer nivel. No lo mareó la fama. Decidió sacrificar un futuro seguro por apostar a proyectos arriesgado­s. Eso basta para admirarlo. Pero, por encima de su carrera, está su calidad humana”, sentencia.

“La cosa que tengo más presente cuando pienso en él es su generosida­d. No he actuado con una persona tan generosa, empática y considerad­a con los demás”. - MIGUEL ÁNGEL SILVESTRE.

EL SER HUMANO

Al igual que Arriaga, quienes conocen a Herrera no pueden dejar de destacar su calidez. Es humilde, sencillo y amoroso. No habla mal de nadie, no le gustan los prejuicios y cuando se involucra con alguien, siempre es para sumar.

“La cosa que tengo más presente cuando pienso en él es su generosida­d. No he trabajado hasta el momento con una persona tan generosa, empática y considerad­a con los demás. Nuestra labor en Sense8 suponía un reto para ambos, pero los dos creíamos en la

causa de lo que estábamos contando. Poncho siempre estuvo preocupado por mí, dándome puntos de vista sinceros y asegurándo­se de que estuviera bien. Me pareció muy enriqueced­or tener al lado a un compañero que estaba ocupándose de hacerme brillar y eso es quizá lo mejor que te puede dar un colega”, dice Miguel Ángel Silvestre, quien fue su pareja en la serie de Lana y Lilly Wachowski.

Trata a todas las personas con el respeto con el que trataría a su madre. Carga las bolsas del súper de alguien mayor, ayuda a empujar el coche de algún extraño que se ha quedado varado, cede el asiento, el paso y hasta el lugar de la fila en el supermerca­do. Ni qué decir de tomarse una foto o firmar algún autógrafo sin importar el número de personas que lo pidan. Bromea con choferes, médicos, meseros o con quien pueda tener más de cinco minutos de convivenci­a. Si llega a un set, saluda personalme­nte a cada miembro de la producción. También les agradece su tiempo y trabajo. “Es el mejor compañero que he tenido. Trabajar con él es igual que trabajar con un hermano, que, con una mirada, te hace cagarte de risa o te entiende y te acompaña a caminar trayectos y direccione­s que no esperabas. Puedes confiar en él ciegamente y, en este medio, eso no es fácil de encontrar”, refiere Eréndira Ibarra, actriz con la que también ha colaborado en Sense8 y este año en Sitiados.

Le gusta aprender de todos: escucha al director, se involucra con el fotógrafo, el foquista, el camarógraf­o o con cualquier persona de su trabajo. También, al ser un histrión empírico, decide aprender de otros actores, algunos de los cuales considera grandes maestros, como Damián Alcázar, con quien compartió créditos en El Dandy y en La dictadura perfecta; Ben Daniels, su dupla en El exorcista, o Elvira Mínguez, con quien trabajó en la película El elegido.

Lo desconcier­ta la falta de respeto o la soberbia. “La forma a veces dice más que el fondo. Un día, por ejemplo, una mujer le habló mal a un cajero, así que decidí hablar con ella: ‘Señora, puede decir lo mismo sin ser grosera, demuestre su educación’. Obviamente, derramó bilis. Realmente me hace enojar la prepotenci­a”, afirma.

Como todos, el tipo de la sonrisa amable está lejos de la perfección, aunque hay algo que lo hace más virtuoso que a la mayoría, y eso es su capacidad de pedir perdón, responsabi­lizarse de sus actos y tratar de reparar el daño provocado. En un mundo con menos ego, el perdón no sería descabella­do, pero en éste, especialme­nte en el que él vive, un acto de perdón es valiente, acaso intrépido. ¿Por qué ha elegido no ser orgulloso? Por la razón más sencilla: no puede dormir si está enfadado con alguien, ya que eso significa no estar en paz. Y, como él mismo lo dice, “si no duermo bien, soy una peor versión de mí”.

“Es el mejor compañero que he tenido. Trabajar con él es como trabajar con un hermano”. - ERÉNDIRA IBARRA

LA FAMILIA

Todas las mañanas, Alfonso despierta con los gritos y risas de su hijo, Daniel. Se levanta rápido para ir a saludarlo y preparar un buen café para él y su esposa. Esa es una tradición que no puede romper. Después, se va a su llamado. Pero si no está trabajando, lleva a su pequeño a la escuela, lee las noticias, revisa sus redes sociales, va al mercado, lee algún guion nuevo, lleva a Daniel al parque o a alguna ludoteca y hace ejercicio. Con él, la casa se siente llena y prevalece un caos ordenado y perfecto.

Cuando Poncho se mudó con su esposa, sólo pidió dos cosas: una tele con buena resolución para disfrutar el futbol, las películas y series, y una buena parrilla. Lo demás se lo dejó a ella. Por eso, en cuanto puede, prende el asador y cocina para alguien o invita a un buen amigo a que cocine para todos. Esos días los atesora, especialme­nte si después del asado hay una sobremesa larga.

Le gusta también sentarse y conversar de todo y de nada, y beber

un par de copas, las cuales toma con una cadencia que se antoja. Así es como imagina que serán todos los días cuando se retire: llenos de familia, de calma, de amigos, de risas, de anécdotas, de memorias.

“El otro día le fui a ver al teatro a La sociedad de los poetas muertos, en donde hace el papel de un precioso profesor. En una de las escenas, él le dice a uno de sus alumnos que ser maestro en esa escuela vale la pena por ‘ver a los estudiante­s florecer y echar raíces’ y eso resume muy bien lo que es Poncho. Y es que es muy inspirador saber que el mayor interés y compromiso de uno de los mejores actores de su generación sea que la experienci­a valga la pena, que la experienci­a se convierta en un recuerdo que lleguemos a invocar en el futuro y que nos haga esbozar una sonrisa por encima del éxito o los miedos”, platica Silvestre, también protagonis­ta de la serie española Velvet. Por eso, agrega, le gustaría que estuviera siempre en su vida, al menos en los momentos más importante­s, porque siempre aporta belleza y autenticid­ad en lo que hace.

Alfonso vive a destiempo, como si fuera de una época pasada, en la que prevalece la gentileza y la palabra. Ese es el Poncho que encanta, el que te da su tiempo, el que prefiere disfrutar el momento antes que tomarse una foto; el que no ve el teléfono si tiene a una persona enfrente, el que aprecia los pequeños detalles, el que desea que los demás estén bien. Un hombre que encierra toda su complejida­d en su sencillez. “Y entonces, ¿cómo lidias con la fama?”, le pregunto. “¿Cuál fama? Este es sólo un trabajo más”.

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