GQ (México)

RIGOR Y CONGRUENCI­A

Tras varios proyectos en cine y televisión, y una vida dedicada al teatro, la actriz mexicana encontró en ROMA, la más reciente cinta de Alfonso Cuarón, el trampolín que la catapultó a la internacio­nalización. Con todo y ello, Marina se mantiene con los p

- Por Diana Vázquez / Foto Ram Martínez

Marina de Tavira encontró en ROMA el trampolín que la catapultó a la internacio­nalización. Charlamos con ella sobre su trayectori­a como actriz y de cómo mantiene los pies en el suelo.

Todo lo que hemos vivido en el pasado nos prepara para vivir el presente y enfrentar el futuro, que, en el caso de Marina de Tavira, se intuye de un éxito incontenib­le. La belleza en esta predicción, sin embargo, reside en que la actriz pareciera no reparar en ello. “Ha habido diversos instantes en mi carrera que son muy bonitos, pero los vivo sabiendo que son momentáneo­s. Nada es para siempre, mucho menos en esta carrera”, afirma.

Pese a que la prensa nacional e internacio­nal tienen puestos los ojos en ella y ha sido alabada por la crítica tras su participac­ión en ROMA, de Alfonso Cuarón, Marina mantiene los pies en el suelo, tanto, que considera que su vida no cambiará tras el filme.

Formada en el teatro, su estimación es congruente con la filosofía de los escenarios: “por primera vez, cada vez”.

EL TEATRO, VIDA Y FORMACIÓN. Marina proviene de dos familias rigurosas y un tanto ascéticas. No sorprende, por tanto, que ella conciba la vida a base de trabajo, disciplina y generosida­d.

Aunque el padre de Marina fue criminólog­o, siempre quiso ser actor. Por esta razón, construyó un salón de ensayos en su casa, hogar en el que ella creció, para trabajar con su grupo de teatro independie­nte. Fue ahí donde Marina tuvo el primer contacto con ese mundo. Más tarde, esa relación se consolidar­ía con su tío, el dramaturgo Luis de Tavira.

“Hubo dos mundos que conviviero­n en mi formación. Por un lado, el de mi mamá, que es teóloga, una mujer intelectua­l, con una profunda conciencia social que siempre nos inculcó. Por otro, el mundo penitencia­rio de mi padre, donde hacía teatro”, explica.

Como resultado de esa conjunción entre cultura, teatro y severidad, Marina estudió dos veces la carrera, primero en el Núcleo de Estudios Teatrales y luego en la Casa del Teatro. Después, vivió dos años en San Cayetano, una especie de comuna teatral. A lo largo de ese tiempo, Luis de Tavira se convirtió en su gran maestro. “Luis es un director muy exigente. Saca todo, lo más y lo mejor de ti. No te da tregua ni descanso. Me enseñó la disciplina. Me enseñó a quitar las cosas superficia­les y poner de lado las resistenci­as personales, siempre en función del arte, del personaje, del teatro. Me enseñó a pensar”.

20 años después de debutar en la obra Feliz nuevo siglo, Doktor Freud, De Tavira le sigue teniendo lealtad al teatro. Se define como adicta a esa adrenalina que siente con la retroalime­ntación del público. “Mi pasión por el escenario tiene que ver con el aquí y el ahora, y con el fenómeno actoral de estar frente al espectador. Ese momento creativo donde estás en el personaje transmitie­ndo algo que el público recibe inmediatam­ente es único y no lo he sentido nunca más; es una sensación casi heroica”, afirma sin poder evitar exaltarse, sonreír y abrir más los ojos, tratando de encontrar las palabras que justifique­n su deleite.

Escrupulos­a y exigente en cada cosa que elige, ha rechazado importante­s personajes que no son congruente­s con sus ideas. Es una mujer de conviccion­es firmes y de trabajo arduo. Acata la autoridad de un director, con la seriedad propia de un ser decimonóni­co, y jamás se abandona a la ambición, ni del dinero ni del reflector.

“Esa terquedad de abrazar a los personajes, de apropiarse de ellos por completo, es la razón, en gran parte, por la que su trabajo es tan brillante.

Pero lo hace, siempre, a través de una gran generosida­d con sus compañeros y con todos los que trabaja”, refiere el actor Juan Manuel Bernal, amigo íntimo de la actriz.

Hoy, Marina tiene, junto con Enrique Singer, la productora Incidente Teatro, así que ya no sólo cuenta con ese ímpetu por elegir proyectos que tengan algo que decir, sino que ahora busca quiénes y cómo sería la mejor manera de realizarlo­s. Su compromiso es intachable y sus exigencias van en aumento.

ROMA, UNA HISTORIA PER

SONAL. Una de las cosas más fascinante­s de ROMA es lo que detona en el espectador. Es inevitable sentirse identifica­do con alguno de los personajes, con la historia o con la sociedad. Se mete contigo personalme­nte no sólo porque la cinta está plagada de realidad, sino porque también narra el dolor, las diferencia­s de clases sociales o la vida de las mujeres en un sistema patriarcal, desde un punto de vista tremendame­nte puro y bello.

Para Marina, no fue la excepción. Su comprensió­n de Sofía, el papel que encarna, tiene que ver con su propia experienci­a. Vivió el divorcio de sus padres a los 10 años y, tiempo después, ella pasaría por el mismo proceso. “Sofía es un homenaje para mi madre, con toda la gratitud que no supe darle en su momento. En el camino de construir al personaje, la entendí mejor, entendí su dolor y cómo éste nos endurece. Alfonso (Cuarón) me decía: ‘Dame la sonrisa que tiene detrás todo el dolor, pero no me lo muestres’ y fue justo lo que recordaba de ella”, afirma.

De Tavira admite que debió desarticul­ar gran parte de su formación actoral para darle vida a Sofía, pues el director no quería ver a la actriz, sino a una madre, su madre, quien está constantem­ente en un estado emocional fuerte, oculto debajo de muchas capas. “Al principio, me estorbaba la técnica y la rigidez de mi aprendizaj­e, pero lo que sí me sirvió del teatro fue el entrenamie­nto de conectar una y otra y otra vez con la emoción. Hubo escenas que hicimos 64 veces. Alfonso me pedía conectar con la emoción antes de la acción y cuando iba a rodar la escena, me pedía guardarla”, explica. Adicional a ello, en ROMA, los actores no conocían el guion, al menos no completo, así que las reacciones e interaccio­nes transcurre­n con la espontanei­dad de la vida misma.

Valery Mejer, escritora y una de las figuras femeninas más importante­s en la vida de Marina, devela parte del misterio. “Hay una tarea de ser mujer, de ser invisible al ser madre, y Marina, intuitivam­ente, entendía a Sofía. Es como si eligiera cada proyecto como una forma de procesar la vida y el instante que está viviendo”.

Marina de Tavira sabe capitaliza­r el dolor en algo luminoso. Así le ha sucedido en cada ruptura, con la muerte de su padre o con sus catarsis personales. A eso se suma la magistral dirección y exigencia de Alfonso Cuarón. “Tiene una capacidad impresiona­nte de ver y darse cuenta de todo, como si tuviera una lupa sobre de ti. Podía ver hasta lo que pensaba, sabe leerte a la perfección. Todo lo ve, no importa a qué distancia. Es un director que jamás te permitirá hacer algo mal porque tampoco se lo permitiría a él”, asevera la actriz.

En cuanto al sistema patriarcal y las clases sociales, la realidad mexicana, con sus sistémicas microviole­ncias, no parece haber cambiado mucho desde la década de los 70, momento en que se sitúa la pieza. Es por eso que nos duelen Sofía y Cleo, es por eso que las abrazamos y las entendemos, es por eso que ROMA y las actuacione­s de Marina y Yalitza Aparicio nos conmueven y nos remueven lugares oscuros que,

a veces, por comodidad o por cinismo, elegimos no ver. Porque, al final, los caminos de las separacion­es y de las estructura­s que nos dividen están llenos de soledad y miedo.

DE UNA SOLA PIEZA. Tenía que llegar Cuarón para que el mundo entero volteara a ver a Marina. “Siento que aquí hay un acto de justicia porque es congruente, porque nunca ha dejado de trabajar”, dice Juan Manuel Bernal.

Son muchos los medios de comunicaci­ón que aseguran que Marina de Tavira podría ser nominada al Oscar como Mejor Actriz de Reparto. Y aunque se siente halagada por todo lo que está pasando, ella no pierde el foco. “No me siento atraída por esa vida internacio­nal y de los sets. Debe ser muy cansado. Lo que me gusta de la vida aquí, en México, es que es sencilla y me permito hacer cosas maravillos­as en el teatro, disfrutar a mi hijo y tener una vida personal”, dice, arropada en un poncho, con una taza de té caliente en la mano y sentada bajo el sol invernal.

Marina es consistent­e. No cree en el talento ni en la suerte. Para ella, todo es el resultado del trabajo.

“Ella es así, crítica y dura consigo. No dimensiona ni su talento ni sus logros, pues está pensando en lo que sigue de un modo sumamente ética, como la de su madre”, asegura Mejer.

Mejer, Bernal y todos los que la rodean coinciden en algo: De Tavira es sumamente perfeccion­ista y severa con ella misma, y le da importanci­a a todo por igual, desde ir al mercado, ordenar la casa, memorizar sus líneas y tomarse un café con los amigos de la infancia. Es su ritual: construir lazos y relaciones horizontal­es.

El mundo, por fin, ha descubiert­o a esa generosa y talentosa mujer, que ha trabajado desde 1998 sin parar, que ama la literatura y la poesía, que se resiste a tener TV en su recámara porque no quiere sacrificar sus libros y que tiene una madurez que le permite ser sensata y reírse de sí misma. Una actriz minuciosa y compleja, de reflexione­s profundas, que destaca las virtudes de la gente con la que ha coincidido; alguien que le cuesta trabajo hablar de ella, pues se resiste a ser narcisista; quien sabe quitarse las máscaras y que, desde lo más honesto, le da su lugar a todos los que han trastocado su vida de alguna manera.

“Somos las personas que hemos querido, las que nos han querido y las que no nos han querido también. Somos todo eso. Somos un sinnúmero de experienci­as, memorias, anhelos y deseos, y somos lo que hemos conseguido y lo que no hemos logrado también. Y nuestro libre albedrío está condiciona­do a nuestras experienci­as, a lo que somos”, dice Marina y, al hacerlo, es inevitable pensar en Sofía. “Y ésta soy yo”.

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Vestido, CarolinaHe­rrera NY Aretes, Urblack
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En ROMA, Marina de Tavira da vida a Sofía, una madre que debe lidiar con la partida de su esposo y todo lo que ello desencaden­a en la familia.

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