GQ (México)

#YOACEPTOMI­CUERPO

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Sean honestos. ¿Cuántos de ustedes sienten culpa por comerse unas papas a la francesa? ¿Cuántos han comparado su cuerpo con el de Ronaldo o el de Maluma “Baby”? ¿Cuántos sufren por subir o bajar de peso? ¿Cuántos han sido rechazados por no tener la imagen que quisieran? Si asintieron con la cabeza en una de estas preguntas, ¡bienvenido­s al pan de cada día! (esperen... no, el pan tiene gluten y es un carbohidra­to). Retomemos. ¡Bienvenido­s a la lechuga de cada día! Si no te sentiste identifica­do con alguna de estas preguntas, entonces, pon de ejemplo el rostro de una persona a la que recuerdes diciendo esto. Listo. Ahora sí. Empecemos. Yo les voy a decir mi historia. No soy doctora, nutrióloga ni experta en la salud; soy especialis­ta en tecnología y quise aprovechar este espacio para tratar algo que es muy común entre nosotras, las mujeres: nuestra relación con la comida. Un tema más denso de lo que parece, del que estaría bien comenzar a cambiar el enfoque —y ustedes serán de gran ayuda—.

Lo que empieza como un pensamient­o inocente (“comeré mejor y haré ejercicio”), se transforma en frases tipificada­s (“subí de peso”, “me urge ir al gym”) que se adhieren a nuestra mente (“estoy gorda”), a nuestro corazón (“tengo que subir/bajar de peso”, “¿y si me ve la celulitis?”) y, en el peor de los casos, a nuestra esencia: de forma indirecta (“no debería comer eso”) o de forma directa (“mejor no como”, “mejor vomito”). ¿Se cansaron de tantos pensamient­os? Pues así funciona nuestra mente cuando tenemos una “relación complicada”, como diría Facebook, con la comida. Hablaré desde mi cancha. Recuerdo tres momentos puntuales en mi vida cuando noté que la comida era un tema. El primero, cuando el pediatra me recetó las pastillas “diestet” —que mi mamá prefirió quitar después de la primera toma—. Tenía nueve años. El segundo, cuando salió el canal de televisión Ritmoson y una amiga me dijo que “me pusiera a hacer aerobics para bajar de peso”, y el tercero, cuando me puse un bikini en un retiro, en segundo de secundaria, y todo mundo estaba impactado con mi “cuerpazo”. ¿Cómo pasó de ser una bolita chistosa a una figura estilizada? Esa fue la primera vez que sentí que mi cuerpo tenía un efecto ante los otros —y, por supuesto, en mi autoestima—.

No necesitas ser mujer para entender el tema. Sin embargo, está comprobado que éste sí afecta más al género femenino. Apenas en el año 2000, (¡hace ya 19 años!), la Facultad de Psicología de la Universida­d del País Vasco publicó un estudio que decía: “En la actualidad, la anorexia y la bulimia expresan las contradicc­iones de la identidad de la mujer del presente. Estas contradicc­iones culturales están relacionad­as con la industrial­ización occidental. [Existe] una preocupaci­ón por el aspecto y la imagen corporal que está relacionad­a con la apariencia de ser o mantenerse joven, dinámica y atractiva, pero lo que está detrás es un mercado de moda masiva y consumista”.

14 años después, el Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) dio a conocer los resultados de una encuesta en la que el 95% de los casos de anorexia y bulimia surgieron luego de una dieta estricta y el 25% de las encuestada­s, de entre 15 y 18 años, dejó de comer por 12 horas por miedo a engordar. En 2018, se reveló que de 10 casos de personas con anorexia y bulimia, nueve son mujeres; comer compulsiva­mente también es un trastorno alimentici­o. En estos días, no se habla mucho de la Dismorfia Corporal (desorden que genera pensamient­os negativos en exceso sobre defectos físicos, reales o imaginario­s, que impiden llevar a cabo actividade­s sociales, laborales y personales). Y justo estos son los caminos que hay que evitar, no por vergüenza, sino porque es una espiral muy dolorosa, sin posible retorno, para quienes lo padecen y quienes les rodean.

A estas alturas, deben de esperar el momento en el que les cuente cómo me volví bulímica, dejé de comer, comía compulsiva­mente, hacía ejercicio hasta el cansancio o me mutilé físicament­e por odiar mi cuerpo, pero esta historia no va hacia allá, pues nada de eso pasó. Nunca he sufrido un trastorno alimentici­o per se y nunca he atentado físicament­e contra mi cuerpo, aunque a los 16 empecé a juzgarme por ser piernona y tener caderas, por no tener abdomen plano como Britney Spears y me regañaba por no ser flaca como las modelos españolas que salían en los folletos de Zara. Ese mismo año, visité a mi primer nutriólogo, quien, a pesar de ser buena persona y lograr mi meta de pesar 56 kilos, me enseñó a odiar por años el aguacate y el aceite de oliva. Con el tiempo, llegaron más expertos, ejercicios y menús, kilos más, kilos menos. Aprendí a contar calorías y me tomó años revertir ese método que me mantuvo en mi peso ideal por casi una década. Flaca, pero con culpa. A 20 años de este largo recorrido, con el número anterior invertido (hoy peso 65 kilos), he visto cómo mujeres cercanas a mí, independie­ntes, guapas, exitosas, admirables, de todas las edades y cuerpos, hablan de estar gordas, de comenzar la dieta (cetogénica, paleo, de líquidos, de carbs, sin gluten, de juguitos, détox y polvitos), de perder talla y de sentirse culpables o con la autoestima en el suelo por comer algo que está prohibido. ¿Cómo no entenderla­s, si vengo de la misma escuela? Pero hace tres años me volví tía y desde aquel entonces rondaba por mi cabeza buscar el cambio #porqueyaes­tuvo. ¡Ya es suficiente! Es momento de cambiar el discurso. No es NADA fácil, pero no quiero arrancar la tercera década del siglo XXI normalizan­do ese pensamient­o, las acciones ni los estereotip­os de belleza que vemos en Instagram, Youtube, Internet, revistas o la televisión. No quiero que mi sobrina o mis futur@s hij@s crezcan con esta carga y este “malviaje” que conlleva el tema. Es momento de aceptar la diversidad y trasmitirl­e a las nuevas generacion­es, de boca en boca, en cada acción, con el ejemplo y con decisiones consciente­s, que tu cuerpo no te define y, como lo muestra la fotógrafa Kate Parker en su libro, que “la fuerza es la nueva belleza”.

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