EL CHICO DE BRASIL
Una clase dirigente donde predomina la corrupción; un reaccionario que no pertenece a esta casta privilegiada y que hace gala de una marcada propensión por las diatribas virulentas, amén de una aversión por las noticias convencionales. Luego, una elección librada y ganada en los servidores de las redes sociales. Este año, Jair Bolsonaro salió de la oscuridad donde se encontraba y se apoderó de la presidencia desde una plataforma de violencia, intolerancia y autoridades militarizadas. ¿Cómo ha sido posible este triunfo?
Los pagarés bancarios de color azul celeste, cada uno por valor de alrededor de 25 dólares, aleteaban a toda velocidad en siete máquinas contadoras, a razón de cientos por minuto. Era pasada la medianoche y la policía aún no terminaba con el proceso. Sólo después de 14 horas se llegó a un total: 42,643,500 reales y 2,688,000 dólares. En total, se trataba de una cantidad en efectivo que rondaba los 13 millones de dólares, recuperada tan sólo en septiembre de 2017 del búnker secreto de un político.
Este fue el decomiso de efectivo más grande en la historia de Brasil, pero aun así equivalía a haber encontrado apenas un grano de arena en la inmensa playa de corrupción que empezó a destaparse mediante la Operación Lava Jato, la investigación más extensa a nivel mundial sobre enriquecimiento ilícito que había dado inicio tres años antes. Por décadas enteras, la clase política de Brasil había dispuesto de las arcas públicas como si se tratara de cajeros automáticos. Todos ganaban, excepto, claro, el pueblo.
Era algo que muchos sospechaban desde hacía tiempo, pero ahora se tenía la certeza. Un año antes, incluso antes del inicio de la Operación Lava Jato, el hartazgo popular por el fenómeno de corrupción había orillado a millones de brasileños a protestar en las calles. Como corresponsal extranjero, la bienvenida que me dio Brasil fue algo que definitivamente no esperaba: el ruido sordo de las bombas de sonido que reverberaba en las grandes fachadas del centro de Río de Janeiro, y el desagradable olor del gas lacrimógeno que inundaba el aire nocturno. Hacía una generación que en Brasil no se registraban protestas de este tipo. En ese año, el país todavía no entraba en crisis. Estaba a punto de ser el anfitrión de la Copa Mundial y de los Juegos Olímpicos. Nadie esperaba que la recién adquirida confianza de los brasileños en la imagen de su nación acabaría por derrumbarse; nadie imaginaba que la Operación Lava Jato implicaría a cualquiera que tuviera renombre público, incluyendo a cuatro expresidentes; nadie sabía que Río caería en un bache económico tan severo que la policía no tendría suficientes fondos para comprar combustible para sus automóviles, ya no digamos para tan sólo adquirir balas de goma.
Y sin embargo, se percibía en el ambiente una sensación de que había algo que no estaba del todo bien, y eso era el inconfundible tufillo a podrido de la corrupción, una enfermedad que, para ser honestos, existe desde hace décadas, incluso desde hace siglos. ¿Y entonces por qué la gente salió a protestar? Todo empezó en Orkut, una red social propiedad de Google que por un breve periodo fue la más importante en este lugar, hace cosa de una década. Les dio a los brasileños una probadita de una plataforma en la que podían expresar sus inconformidades al respecto de injusticias fuertemente arraigadas —el carterista que languidecía en una lóbrega prisión mientras que el político millonario robaba a manos llenas, con total impunidad—, con unos medios de comunicación intocables y un sistema político comprado. Para 2013, Facebook había suplantado a Orkut, y los rumores digitales se habían vuelto más audibles y mejor organizados. Además, había algo muy importante a considerar: quiénes estaban protestando. Los manifestantes en esta ocasión no eran sólo estudiantes, activistas o anarquistas. La sociedad en su totalidad estaba frustrada.
Todo empezó, como su nombre lo indica, en un autolavado (lava jato, en portugués, significa “lavado a chorro”, como el que se utiliza en estos establecimientos para lavar los vehículos – N. de la T.). En marzo de 2014, a partir de ciertas sospechas de que ahí tenían lugar operaciones relacionadas con el lavado de dinero, la policía anticorrupción llevó a cabo una redada en un local de lavado de autos que no llamaba para nada la atención, ubicado en Brasilia, la capital. Las pistas que encontraron en ese lugar detonarían una investigación que terminaría por demoler la credibilidad de la clase política brasileña.
A partir de estas investigaciones, se descubrió que Odebrecht, el gigante de la construcción cuyo presidente sería más tarde sentenciado a 19 años de prisión, había creado un departamento expresamente dedicado al pago de sobornos a políticos, cuyas identidades se mantenían ocultas mediante códigos. Los altos funcionarios utilizaban estas prebendas recibidas para comprar mansiones de lujo, adquirir helicópteros, vinos caros y contratar prostitutas de alta gama. Miles de millones de dólares simplemente se esfumaron.
Al frente de las pesquisas se encontraba el juez Sérgio Moro, un hombre de 46 años, de cabello negro y carácter diligente e intenso. Pronto se convirtió en el héroe de quienes pensaban que la corrupción era la peor maldición de Brasil. Históricamente, en Brasil este tipo de investigaciones eran detenidas por órdenes de los poderosos antes incluso de que pudieran despegar, propiamente. Moro, en cambio, estaba poniendo a temblar a los políticos y el público aullaba pidiendo más. Se estaba convirtiendo en una auténtica leyenda, pero su trayectoria pronto entró en conflicto con los intereses de alguien más. A medida que Brasil caía en una crisis política y económica sin precedentes, y aunque a muchos les pareciera imposible, la carrera de un autoritario de ultraderecha con tintes tiránicos llamado Jair Bolsonaro empezó a ir en ascenso.
Luiz Inácio Lula da Silva, por mucho el presidente más popular en la historia de Brasil, tomó del brazo a su amigo y se asomó a la ventana del tercer piso para ver a la multitud que se aglomeraba en la calle. “Gilbertinho, sólo podemos pelear con los soldados que tenemos”, dijo. Era abril de 2018 y Lula, de 72 años, sabía que se le había acabado el tiempo. Lula no es un hombre alto, pero es sumamente seductor,
A medida que Brasil caía en una crisis política y económica, la carrera de un autoritario de ultraderecha con tintes tiránicos, llamado Jair Bolsonaro, empezó a ir en ascenso.
tiene barba hirsuta, una gran afición por la cachaça y despliega un encanto rústico que lo caracteriza y que le permitió trascender sus raíces, su acento y su educación. Cuando era más joven, encabezó huelgas no oficiales y fue encarcelado por el régimen militar. Fundó el Partido de los Trabajadores (PT) y contendió por la presidencia en 1989, 1994 y 1998, pero en todas esas ocasiones fue derrotado. Gilberto Carvalho, uno de los colaboradores más cercanos de Lula, me dijo que desde su filosofía izquierdista, el PT consideraba que el poderío combinado de las élites económicas de Brasil era un obstáculo demasiado grande. Carvalho, de 67 años, aceptó reunirse conmigo en las modestas oficinas del partido. El interior luce desgastado y triste, como casi cualquier sede sindical en cualquier parte del mundo. Prácticamente no quedan huellas del gigante electoral que se alió con el poder corporativo para ganar cuatro elecciones.
Carvalho viste una camisa de manga corta de color azul marino y usa anteojos con armazón de medio marco. Con total franqueza, me explica cómo, a medida que se perfilaba el éxito electoral, los miembros del partido empezaron a venderse. Como sucedía en otros partidos importantes, sus integrantes recibieron millones en financiamiento ilegal.
Da Silva resultó electo, por aplastante mayoría, en las elecciones de 2002, y bajo su administración se vivieron ocho años de risueña prosperidad. Impulsó programas sociales inéditos hasta entonces en uno de los países con mayor índice de desigualdad en el planeta, que permitieron que 28 millones de personas superaran las condiciones de pobreza en las que se encontraban. Al dejar la presidencia, la economía brasileña estaba repuntando y su nivel de aprobación entre la ciudadanía era de 90%.
Visto en retrospectiva, este periodo es posible analizarse desde dos narrativas, y la opinión de los brasileños se decanta ya sea por una u otra. La primera interpretación, la más condescendiente, supone que al PT lo corrompieron las realidades del poder en Brasilia, y que bajo el manto del gobierno se ocultó la estratagema de corrupción más grande de la historia. El otro punto de vista sostiene que Lula y el PT, en conjunto, son la encarnación del mismo anticristo, el origen de toda corrupción, injusticia y conflicto social. Esta, desde luego, suele ser la opinión de muchos de los opositores del partido.
Poco después de que Dilma Rousseff —la sucesora que él mismo eligió— fuera electa para un segundo periodo presidencial, en 2014, Brasil cayó en una espiral de recesión cada vez peor. Se carecía de suministros básicos para las fuerzas policiales, los centros hospitalarios, las escuelas. A medida que la Operación Lava Jato del juez Moro iba ganando notoriedad, la inconformidad popular era cada vez mayor.
Rousseff, la primera presidenta de Brasil, fue impugnada jurídicamente con cargos no pertinentes justo después de los Juegos Olímpicos de Río 2016. Su sucesor, Michel Temer, canceló las fuerzas especiales de la policía federal encargadas de la Operación Lava Jato.
Dos semanas después de la impugnación de Rousseff, se presentaron los primeros cargos criminales en contra de Lula da Silva. Carvalho está convencido de que todo fue una conspiración para alejar al PT del poder. Bajo esta óptica, Moro no era un juez que enarbolaba el estandarte de la lucha contra la corrupción, sino un actor político con intereses secretos de corte derechista.
Suena complicado, sí. Pero si Lula planeaba enriquecerse aprovechando su cargo, como lo hicieron Cunha o Collor, no parece que haya sido muy eficiente haciéndolo. Claro, se trasladaba en un avión propiedad de Odebrecht, les encomendó financiar una película biográfica que relataba su ascenso desde orígenes humildes y —si es que hemos de creerle a Odebrecht— aceptó como regalo un estadio nuevo, con capacidad para 49,000 personas para alojar a su equipo de fútbol favorito, el Corinthians, aunque la verdad es que no había un rastro de maletines llenos de billetes que demostrara su culpabilidad.
A pesar de ello, la venganza del sistema legal brasileño —no precisamente famoso por su dinamismo— fue inmediata. Moro lo condenó por aceptar un soborno de OAS, otra compañía constructora, en forma de un mejor inmueble (un apartamento dúplex), con remodelación incluida, en un exclusivo resort a la orilla del mar. Ese día, frente a aquella ventana de la sede del sindicato, Da Silva estaba tranquilo, resignado. Los cientos de miles de simpatizantes vestidos con camisas rojas que él esperaba que lo defendieran de la policía simplemente no aparecieron. Habían pasado casi 24 horas del límite que el juez Moro le había puesto al expresidente para entregarse a las autoridades. Tanto él como Carvalho llegaron a la conclusión de que eso era lo que debía hacer. “Tienes razón. Hagámoslo”, le dijo Lula a su amigo, antes de dirigirse al exterior para abrirse paso por entre una pequeña multitud de seguidores y encaminarse a la estación de policía.
“¿Quién dijo que me parezco a Hitler?”. Había más sorpresa que indignación en el tono. Dos meses más tarde, en junio de 2018, Jair Bolsonaro y yo estábamos sentados lado a lado en una estrecha sala de reuniones junto a sus oficinas del Congreso en Brasilia, rodeados de recuerdos de la época de la dictadura, chucherías estadounidenses a favor del uso y portación de armas, y libros de autores de extrema derecha. Cuando este rígido excapitán de las fuerzas armadas, de 63 años de edad, no está amenazando con encarcelar a sus opositores o con golpear homosexuales en la calle, le gusta proyectar una imagen de jovial padre de familia.
Lula persistía en su surrealista campaña por la presidencia desde su celda en prisión, y, de hecho, había alcanzado el 33% de preferencias de los votantes en las
Cuando Jair Bolsonaro no está amenazando con encarcelar a sus opositores o con golpear homosexuales en la calle, le gusta proyectar una imagen de jovial padre de familia.
La política de Bolsonaro se centraba en la convicción absoluta de que el Estado tiene el derecho de recurrir a la violencia para restaurar el orden.
encuestas. Sin embargo, puesto que los tribunales buscaban bloquear su candidatura, el que Bolsonaro estuviera en segundo lugar, con el 15% de preferencias en las encuestas, tenía una relevancia particular. Tal y como se observaban las cosas, todo apuntaba a un empate. ¿Cómo tomaría eso Bolsonaro?
“Yo voy a ganar en la primera ronda”. Ahora era mi turno de mostrarme perplejo. Una victoria mayoritaria requería más del 50% de los votos. Desde mi punto de vista, un candidato tan extremo seguramente ya habría alcanzado su cima electoral. Las mujeres lo apoyaban en una proporción de menos de la mitad de los votantes varones.
“¿Y cómo…?”, le pregunté.
“Voy a seguir haciendo lo que he venido haciendo”.
Y ESO FUE LO QUE HIZO.
Unos cuantos días después de que Jair Messias Bolsonaro cumpliera nueve años, en 1964, los militares se apoderaron del gobierno, en un golpe de Estado que contaba con el apoyo de los EE.UU. Bajo el nuevo régimen, hubo madres mutiladas frente a sus propios hijos. Hubo monjas víctimas de violación. Hubo hombres que sufrieron castración. En 2014, la Comisión de la Verdad en Brasil dictaminó que el régimen militar era responsable por la muerte o desaparición de 434 brasileños y la tortura de, al menos, 1,843 personas. Sin embargo, debido a una ley de amnistía aprobada en 1979, no se ha castigado a nadie por esos crímenes.
El joven Jair, que creció en el campo a las afueras de São Paulo, estaba más que de acuerdo con las acciones del nuevo gobierno. Me contó que a los 15 años, los militares llegaron a la localidad donde vivía, buscando a un tal Carlos Lamarca, “un traidor, terrorista y desertor” que pretendía derrocar al régimen. Bolsonaro dice que él mismo guió a los soldados a través de la tupida vegetación de la mata atlántica cerca de donde vivía, cruzando arroyos y pasando cuevas. “Me enamoré del ejército”, me dijo. “Lo que cuenta de cómo guió a los soldados a través de la selva es una mentira total. ¿Qué ejército confiaría en un muchachito de 15 años para que los llevara hasta donde se encontraban las personas que estaban buscando? No, desde luego que eso nunca pasó”, me dijo categóricamente Gilmar Alves, quien fuera amigo cercano de Bolsonaro cuando ambos eran niños.
Se enlistó como cadete, pero a lo largo de su carrera de 15 años, jamás estuvo en combate (“me hubiera gustado matar a alguien”, me dijo). Se retiró del ejército en 1988, después de haber sido castigado por hacer campaña contra los sueldos demasiado bajos que percibían los miembros de las fuerzas militares. A continuación, empezó a buscar un cargo en el gobierno. A medida que Brasil experimentaba una transición hacia una democracia liberal, Bolsonaro se erigió como un promotor, solitario, pero insistente, a favor del regreso del régimen militar. “¡Yo me pronuncio a favor de una dictadura!”, expresó a gritos ante el Congreso, en 1993.
La política de Bolsonaro se centraba en la convicción absoluta de que el Estado tiene el derecho de recurrir a la violencia para restaurar el orden. ¿Torturas? Sí. ¿Las atroces prácticas implementadas por el dictador chileno Augusto Pinochet? Desde luego, si llegaban a ser necesarias. ¿Pena de muerte para todo crimen cometido con premeditación? ¿Por qué no? En 1999, Jair Bolsonaro destiló particular encono hacia la persona de Fernando Henrique Cardoso, quien entonces era el presidente de Brasil y que se pronunciaba por una ideología centroderechista. Dijo, en una entrevista por televisión, que el país sólo mejoraría con una guerra civil para completar el trabajo que la dictadura había dejado pendiente, “matando a unas 30,000 personas, empezando por FHC”. En otra entrevista, ésta para un medio impreso, agregó algunas ideas acerca de cómo podría llevarse a cabo el magnicidio: “Todo depende de la planeación. En Brasilia, se podría conseguir una pistola y dispararle al presidente. Si se usa arco y flecha, se puede abatir a una persona a 200 metros de distancia. Hasta con una navaja de bolsillo, aplicada al cuello del presidente. Pero quiero dejar en claro que no estoy instigando a nadie a que lo haga”.
“¡Yo nunca la violaría porque usted no lo merece!”.
Esas palabras equivalían a una frase de lanzamiento de campaña. Bolsonaro a menudo recurre a su arsenal de vituperios contra las mujeres, los homosexuales y las minorías raciales (algo en lo que se parece mucho a Trump) para ganar notoriedad en los medios. Maria do Rosário, diputada por el PT y el objetivo hacia el que en esa ocasión se dirigía el ataque, se dio la media vuelta y abandonó la Cámara. Once años