GQ (México)

“TIENE UNAS OREJOTAS” O EL PAVOR DE SER PADRE

“¿Qué sientes al pensar que la primera persona que vio tu hijo es un tarado?”, le pregunto a mi esposa. Es verdad, no se puede tener miedo como papá. Pero se tiene. He aquí el gran prospecto del dolor.

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Hay una canción del grupo Meat Puppets llamada “Oh, Me” que siempre que la escucho, me recuerda a mi hijo. No puedo evitarlo. Existe una concordanc­ia tan familiar para mí entre sus acordes iniciales y el día que le corté el cordón umbilical, que va pegadita a las primeras imágenes que tuve de él al llegar al mundo. De cómo, por primera vez, me miró.

“¿Qué sientes al pensar que la primera persona que vio tu hijo es un tarado?”, le pregunto a mi esposa. Y ella no encuentra la respuesta. Y yo sigo sin recordar cuándo comenzó mi peculiar método para enfrentar el dolor. Segurament­e, fue en la adolescenc­ia, cuando empecé a catalogarm­e como un tarado. Creo que si eres tú el que se coloca primero la etiqueta con tal peyorativo, ya nunca te va a doler cuando alguien te lo recuerde. Y sí, siempre he sido el más (subrayo) cobarde con el dolor.

No puedo con él y no lo tolero. Me dan miedo las inyeccione­s no porque duelan, sino porque creo que me van a doler. Para mí, lo más espantoso al momento no es la aguja penetrando el músculo, sino el juego previo. Es decir, le temo al prospecto del dolor y soy un miedoso profesiona­l. Si a mis 16 años hubiera tenido tarjeta de presentaci­ón, ese sería el puesto que ocuparía. Yo abandoné la escuela por miedo a no encajar. Abandoné el prospecto de una carrera universita­ria por simple miedo. Esa es la certeza.

Pero regresemos a la canción “Oh, Me”. La conocí en la adolescenc­ia, y aunque tuve tropiezos ahí, creo que es la etapa que definió mi personalid­ad. Aunque a esa edad, si soy sincero, no podía entenderla. La oía y la oía, pero no lograba escucharla. No por falta de talento ni falta de oído, sino

por falta de años. Más tarde, me di cuenta de lo que me faltaba; en realidad, era vida para poder escucharla y entenderla.

Y por más tarde me refiero al 20 de diciembre de 2016. Tuvieron que pasar casi 10 años, ya con la suficiente barba en la cara y olor en la axila para entenderla. Y si 10 años atrás me hubieran preguntado por qué la iba a entender, jamás lo habría adivinado; jamás habría pensado siquiera que la entendería, pero, finalmente, ese día, a las 7:58 de la mañana, en Zapopan (Jalisco), la explicació­n de la canción saldría de entre las piernas de mi esposa. En ese corto instante, en ese segundo que parpadeaba frente a mis ojos, mientras veía la historia, mi historia, fabricarse desde las entrañas de ella, recordé la frase que más resonaba en mi cabeza y que, en mi adolescenc­ia, me negaba a cantar: “Would you like to hear my voice? Sprinkled with emotion… invented at your birth” (“¿te gustaría escuchar mi voz? Rociada con emoción… inventada en tu nacimiento”).

En ese momento de cabezas que vibraban, de huesos que nacían y de revelación mañanera, vi a mi hijo nacer. Vi sus ojos y su pelo de anciano; también vi su cara hinchada por la labor de parto, su piel rosada y arrugada y, ante lo que podría para muchos ser un cuadro de fealdad, vi lo más hermoso que nunca pude ver en mi vida: la cara de mi primogénit­o, llorando, buscando aferrarse a la vida con la única herramient­a que tenía a la mano, es decir, el llanto. Viéndolo llorar para alertarle al mundo que vivía, me sentí reflejado en él. ¿Cuántas veces no había yo hecho lo mismo? Usar el dolor, el llanto, como carta de presentaci­ón ante la existencia. El miedo a la incertidum­bre se hizo a un lado y por primera vez en mi vida, no sentí miedo.

“Tiene unas orejotas”, le dije a mi esposa, Karla, quien entre la confusión de la anestesia y el shock del parto, al escucharme pensó que había nacido deforme y se preocupó.

Would you like to hear my voice? Sprinkled with emotion… invented at your birth.

Viendo cómo llegaba mi hijo León a la vida (y a la mía, sobre todo), sentí la muerte tan cerca. Como nunca la he sentido. Y su principio le dio perspectiv­a a mi final. Y entre meditacion­es rápidas e internas, el cirujano me pidió cortar el cordón umbilical. Y, en ese minúsculo momento, las dudas que hubiera tenido no apareciero­n. No tuve miedo de lastimarlo, no tuve miedo de cortarlo mal, pues comprendí que desde ese día y hasta el último día de mi vida, no debía tener miedo. Comprendí toda la extensión de mi vida. Comprendí otra frase de “Oh, Me”: “I don’t have to think. I only have to do it. The results are always perfect. And that’s old news”.

C. Ballarta (CDMX, 1990) es un comediante, guionista, padre y miedoso profesiona­l. Sus shows de Stand-up Furia Ñera y El amor es de

putos, ambos en Netflix, lo han colocado como uno de los referentes del género en nuestro país.

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