DE POLÍTICAS PERTURBADORAS Y LA RAZÓN DE LOS SOÑADORES
Justo cuando debo entregar estas líneas apremiado por el calendario de cierre, y que escribo además tras 90 días exactos de encierro y confinamiento, leo que por segunda vez, el Tribunal Supremo estadounidense ha rechazado eliminar la protección legal de más de 700 mil jóvenes latinoamericanos que residen en Estados Unidos acogidos al programa DACA (Acción Diferida Para los Llegados en la Infancia, por sus siglas en inglés). Como seguramente saben, el DACA fue creado por la administración de Barack Obama como una forma de protección y con la intención de evitar la deportación de centenares de miles de jóvenes que viven en EE.UU. sin estatus legal de residentes y que llegaron de niños o muy pequeños al país norteamericano (uno de los requisitos para poder acogerse al programa era haber entrado al país con menos de 16 años y vivir permanentemente en EE.UU. desde 2007).
El Tribunal Supremo de EE.UU., entre cuyos miembros destacan la magistrada Ruth Bader Ginsburg, cuya lucha por los derechos de las mujeres enarbola aún hoy a sus frágiles 85 años y que marcó el camino de la liberación femenina en los años 70 a la manera en la que lo habían hecho los activistas afroamericanos en la década de los 60, o la jueza Sonia Sotomayor, la primera persona de origen hispano en ocupar un sitio en el tribunal, ha rechazado las alegaciones de la actual administración y asienta un duro golpe a los argumentos xenófobos en los que la presidencia de Donald Trump centró su candidatura y con los que agitó el debate migratorio y los discursos ciertamente racistas y supremacistas. Hoy, más del 90% de los perceptores del programa tienen un empleo y muchos de ellos se encuentran luchando en primera línea contra la pandemia que nos asola como trabajadores de la salud. De todos los beneficiados por el DACA, los mexicanos representan casi el 80% y las siguientes tres naciones de origen de estos dreamers, como popularmente se les conoce, provienen también de países latinoamericanos: El Salvador, Guatemala y Honduras.
Tras su investidura, y haciendo real aquella desafortunada frase en la que manifestó que expulsaría a todos los “bad hombres” porque todos eran delincuentes, y en sólo dos meses de su mandato, las autoridades migratorias norteamericanas desterraron a varias decenas de miles de indocumentados, a quienes se les colocó el sambenito de pertenecer al crimen organizado. Una más de las muchas mentiras en las que centró su política. Pero, por poner un ejemplo, una investigación de la periodista mexicana Lorena López demostró que ocho de cada 10 mexicanos fueron expulsados del país por no
tener legal su estatus migratorio: no eran criminales, sólo trabajadores en busca de una oportunidad mejor.
La Bestia es esa infausta red de trenes de carga que atraviesa México de sur a norte y que, además de su carga legal de mercancías, sirve como instrumento de transporte a centenares de miles de migrantes latinoamericanos en su camino hacia la “tierra de los sueños”. En su techo, entre bultos de carga, en las escaleras y recovecos que dejan mínimos huecos, viajan numerosos grupos de personas desplazadas de sus lugares de nacimiento, expulsadas por el hambre, la violencia sistemática y endémica, por el terror a los grupos de criminales organizados, desde las maras hasta los narcotraficantes, o sólo por buscar una forma digna de vivir. En La Bestia viajan mujeres solas que saben que a lo largo de su periplo sufrirán episodios de violencia sexual y familias enteras con niños cuya travesía de meses estará marcada por el hambre y la necesidad. Muchos de ellos ya tienen algún miembro de su familia en EE.UU., casi todos se concentrarán en Texas y California, y algunos llegarán a la meca de Nueva York, donde organizaciones esforzadas les ayudarán a encontrar los resquicios legales para poder acogerse a un programa de protección, aunque muchos acudirán cada día a sus puestos de trabajo con el temor de ser expulsados.
El Tribunal Supremo ha hecho el trabajo que tenía que hacer. Unos días atrás prohibió, en otra sentencia histórica, la discriminación en el trabajo por razones de orientación sexual o de género. Hechos así son los que dan garantía a los derechos, los que sientan los precedentes de ley que nos protegen, que protegen a nuestras familias y su futuro en la búsqueda de otra oportunidad. Porque no debemos olvidar que los dreamers son nuestros hijos, que los pasajeros de La Bestia son nuestras familias. Pero, sobre todo, no debemos olvidar que con leyes justas, la mentalidad de la sociedad evoluciona aun cuando hoy existan episodios graves de injusticia, como la muerte de George Floyd y de todos los George Floyd del mundo. En nuestras manos está el no mirar hacia otro lado y reclamar en todos los países, en todos los foros posibles, la validación de los derechos de todas y todos. Porque eso es lo que de verdad cambia al mundo. Que el confinamiento no nos sirva de urna para evitar pronunciarnos ante todo aquello que está mal. Y que nuestras posiciones de privilegio no nos hagan olvidar que aún tenemos mucho que cambiar. La peor pandemia es el miedo al otro, al diferente, al que viene de lejos y, por ende, su exclusión. No seamos cómplices de ello.