LOS DEMONIOS DE BENJAMIN
Es uno de los compositores e intérpretes más inclasificables del momento y, caso único, concita el favor del público y de la crítica. Sus letras y melodías trascurren por pozos oscuros de soledad y combate con la realidad que nos rodea, y su técnica, auto
Es una poderosa imagen instalada en su recuerdo. Benjamin Clementine tiene 18 años y sobrevive como puede tocando en el metro de Place de Clichy y en los trenes de cercanías de París, versiones muy personales de grandes temas de Bob Marley y algunas canciones propias. Viste un abrigo que encontró en la basura y que se acostumbró a llevar en sus primeros conciertos, como si quisiera recordar los esfuerzos que conlleva conseguir el éxito. “Nací en París por segunda vez”, me explica el músico londinense, hoy de 30 años, mientras fumamos un cigarrillo en un jardín en los míticos estudios de Abbey Road en Londres donde ha grabado algunos de sus recientes temas y en los que, al día siguiente, durante el evento de presentación de la nueva colección Fiftysix de los relojes Vacheron Constantin, volveremos a estar en el mismo lugar. Pero esta vez, él al piano, con su voz adusta y melancólica, acompañado de un conjunto de cuerda y ante el silencio de la concurrencia que asiste asombrada a su interpretación de “Eternity”, una pieza basada en un poema de Oscar Wilde, creada ex profeso para la casa relojera.
La historia de este músico altísimo y delgado, que porta un curioso peinado que le hace aún más alto, y de quien se dice que no sólo toca el piano descalzo, sino que incluso sus dedos sangran a veces, y a quien se ha comparado con la sacerdotisa del soul Nina Simone o con la oscuridad dolorosa y mística de Antony Hegarty, es absolutamente literaria. Clementine creció en Edmonton, un suburbio de Londres, en el seno de una familia numerosa. Niño tímido e introspectivo, se crió con su abuela rodeado de libros de escritores a quienes difícilmente entendía como William Blake, Baudelaire o Rimbaud, y ejecutando un piano en el que aprendió las notas de manera autodidacta mientras escuchaba a los clásicos por la radio británica, especialmente a Satie. “Era un niño confundido sobre lo que quería hacer con mi vida. Era el último de la familia, todos mis hermanos eran profesionales. Mis padres esperaban para mí una vida convencional que yo no quería y la música reconfortaba mis sentimientos”.
Ese conflicto familiar, del que no quiere dar demasiados detalles, y un fracaso escolar le hacen huir a la Ciudad de la Luz, donde, aunque parezca muy literario tocar en la calle por unas monedas, él siente que su formación como músico se hizo más relevante. “Me convertí en un hombre y en músico. Empecé a darme cuenta de que era un artista. En Francia la cultura se toma muy en serio. Se ayuda a las artes con programas gubernamentales. Y allí aprendí a hablarle al público con mi música”.
Su ciudad natal también ha tenido un fuerte influjo en su formación, aunque de modo distinto. “Creo que en Londres la gente quiere parecerse a los norteamericanos, que es algo que no ocurre en Europa. Pero para eso casi sería mejor irse a Estados Unidos, ¿no crees?”. Y ríe porque sabe que muchas de sus frases se traducen en un titular. Además, usa el sarcasmo con frecuencia: “Admiro mucho a los artistas de pop. Tener la fortaleza mental para hacer shows tan malos todos los días en giras tan enormes debe ser agotador”, espeta casi buscando la confrontación con el interlocutor.
Las canciones de Benjamin Clementine no son amables. Reflejan sobremanera un mundo interior complejo, casi conflictivo. Sus dos discos, At Least for Now y I Tell a Fly, son un compendio de poesía (Clementine también se denomina escritor) y de rabia política, pero no en un sentido partidista, sino en su significante más amplio. Los versos de sus canciones suenan desnudos, dolorosos, sin adornos. “Estoy solo, solo en una caja de piedra / Dicen que me quieren, pero todos mienten / Estoy solo, solo en mi caja / Y este es mi lugar, el lugar al que ahora pertenezco”, canta en “Cornerstone”. Y aunque curiosamente Clementine puede mandar callar a una audiencia que no sea especialmente silenciosa, como esperando que sus conciertos sean verdaderos rituales dedicados sólo a la música, es un tipo divertido, muy consciente de su imagen y de proyectar una personalidad expansiva, no siempre amable, no siempre inteligible, pero desde luego única.
Su asociación con Vacheron Constantin, la marca relojera más antigua del mundo, se ha establecido sobre las bases de un motto inteligible por sí mismo: “One of not many”. Y por supuesto que este músico es único en su género. Le preguntamos por el tiempo, ese concepto difuso pero vital para los músicos porque, además de las notas, las melodías necesitan de tiempos para ejecutarse. “La asociación con Vacheron Constantin me llegó como una oportunidad justo en el momento adecuado. El tiempo es esencial para un artista” –‘un artista musical’, como él se define–. “El tiempo de escribir, de componer, el tiempo de tomar las decisiones adecuadas…”. ¿Quizá el tiempo de la soledad? “Puede ser. Cada vez que subo a un escenario, tengo la sensación de que es como la primera vez. Y necesitas saber lo que es un corazón roto para poder expresar lo que quieres decir”. Desde luego, alguien como pocos.