Tribunal
Para ser considerado víctima de desplazamiento forzado interno, se tiene que demostrar que se tiene títulos de propiedad de la tierra de la que se desalojó. Esto fue lo que determinó el Tribunal Colegiado del Trigésimo Primer Circuito con sede en Campeche, al resolver en revisión el amparo presentado por la comunidad de San Antonio Ebulá, desalojada con violencia en 2009. La resolución se demuestra indolente frente a la destrucción total de un pueblo, exhibe la exigencia de formalismos que entorpecen el acceso a la justicia y contraría el derecho internacional de los derechos humanos. Coincidentemente la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), a la que se ha presentado el caso, requirió información al Estado mexicano la semana pasada.
Las víctimas del caso llevan casi treinta años en un proceso agrario para poder tener certeza jurídica de sus tierras. No obstante, llevan habitándolas desde los años 60. Aprovechando la incertidumbre sobre sus tierras, el 13 de agosto de 2009, el empresario Carlos Eduardo Escalante ordenó al personal de su empresa entrar con maquinaria de construcción para desalojar a toda la comunidad. Elementos de la PEP, aproximadamente cien, acompañaron a los agresores y se limitaron a observar lo ocurrido. No había orden judicial. No fueron notificados previamente de una causal legal y legítima para abandonar sus tierras. La acción fue arbitraria y violenta.
No era la primera vez que ese empresario trataba de arrebatarles a las 72 familias de San Antonio Ebulá sus tierras. En 2007 y a mediados de 2009, hubo intentos previos de desalojo, también caracterizados por su total ilegalidad y el uso de la violencia. En ambos casos previos, se destruyeron viviendas como medio para intimidar al resto de la población, así como para desarticular su organización en resistencia. Los dos capítulos constituyen domicidios: la destrucción de la casa de una persona como medio de coacción o de fuerza. También, en estos casos previos, se destruyó la iglesia del pueblo y la escuela pública.
Ni al Juzgado Primero de Distrito que le tocó conocer del amparo en primera instancia, ni al Tribunal Colegiado de Circuito en Campeche les alarmó que las autoridades nunca negaron los hechos: no negaron el desalojo, el uso de violencia, la destrucción total de un pueblo con iglesia y escuela pública y que era reconocido como población en distintos documentos oficiales a nivel estatal y federal. No les causó preocupación que setenta y dos familias perdiesen sus hogares y que tuviesen que reinstalarse improvisadamente en otro sitio, muchas de ellas sin que hasta la fecha hayan podido adquirir vivienda con condiciones similares a las que les fueron destruidas. Calificaron de irrelevante que el 24 de septiembre de 2009 el Gobierno de Campeche y las víctimas firmaran un convenio en el cual se les reconocía a éstas como “desplazados”.
Tampoco les importó que precisamente la comunidad se encontraba desde hace décadas en un juicio agrario para tener la certeza jurídica de sus tierras.