La i Campeche

La sayona

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Mi madre solía decirme que debía tener cuidado en la carretera todos los fines de semana, no tanto por los peligros al volante a los que estaba expuesto, sino a los fenómenos fantasmale­s que agobiaban a la ciudad durante esa época. Las carreteras de Venezuela se caracteriz­an por ser solitarias en la noche. Recuerdo que era viernes y había peleado con mi esposa, yo solía festejar mucho -esa era una de las razones por las que discutíamo­s-, pero no le presté atención y me fui de allí camino a un bar. Después de muchos tragos, se hizo muy tarde y era el momento de irme.- Quizás me encontrarí­a con cualquier amigo o mujer por el camino y me la pasaría bien.

Me subí a mi auto y emprendí mi viaje sin rumbo fijo.

Luego de muchos kilómetros, me adentré a la autopista regional, casi no había automóvile­s y eso ya era normal para mí, al menos hasta que una figura esbelta apareció en mi campo de visión. A lo lejos sólo podía ver a una mujer con vestido, aunque en realidad parecía una túnica. Algo en mí me decía que no me detuviera, que pisara el acelerador y saliera de ahí, pero no lo hice, estaba borracho y quería divertirme. Me detuve justo frente a la chica, era hermosa: cabello muy largo, un poco más abajo de la cintura, tez blanca, labios rojos y carnosos y un cuerpo totalmente esbelto que se podía apreciar a través del vestido. Era imposible no sentirse atraído por ella, bajé la ventanilla del copiloto y le pregunté a dónde se dirigía. No me contestó, sólo subió al auto y me miró a los ojos. Como un instinto, me quité el anillo de bodas y ella empezó a besarme. Estuvimos así por unos minutos hasta que empecé a “desvestirl­a”, fue ahí cuando supe que algo andaba mal. Le quitaba un vestido y aparecía otro y otro. La miré para saber lo que ocurría y el terror invadió mi rostro. La bella mujer había desapareci­do y ahora tenía frente a mi algo horroroso. Su cara estaba llena de arrugas y manchas, sus ojos eran rojos como la sangre, con colmillos igual de rojos, llenos de mi sangre. Intenté salir del auto y sus largas uñas impactaron mi rostro y pecho hasta que sus dedos se cerraron en mi cuello. Su horrible risa llenó mis oídos y el olor putrefacto se quedó grabado. No sé en qué momento desapareci­ó, pero podía verla en cada esquina, incluso detrás de mí. Cuando llegué a mi casa no podía dormir porque la sentía cerca, incluso sentía su olor y escuchaba su risa en cada rincón de mi hogar. Me estaba volviendo loco.

Mi madre me lo había advertido y yo no le presté atención, me convertí en una de sus víctimas, marcado de por vida, atacado por la Sayona.

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