La Jornada Zacatecas

Pescador de imágenes

- HERMANN BELLINGHAU­SEN Lalo Lalo Lalo

Levantado y dando cuenta del café de olla con pan dulce y su tortilla gorda de frijol caliente que Luisa le preparó, cruza a la hora que la costumbre dispone el patio de arena con sus islas de tierra negra donde crecen plantas verdaderas y no sólo palmas. Se allega la embarcació­n a la orilla. Bien cuidada, no hace falta achicarla. Y ahí los remos lisos, pintados de rojo.

Brinca con su botellón de pozol y los aparejos. quiere acompañarl­o, ladra, menea la cola, pero él lo ahuyenta, y como insiste, se ve obligado a patearle el lomo, no recio pero entiende y retrocede gimoteando.

Qué mañana tan temprana. Tibia, la neblina levanta y se extiende como un toldo sobre su cabeza. Al fondo, interminab­le cueva momentánea, la laguna va del azul nocturno al cobalto, al añil y al brillo plata donde un agujero en la niebla delata los rayos ansiosos del sol. Remar toma su tiempo. Pierde la vista en la pasajera caverna del amanecer convirtién­dose en mañana. Allá espera la pesca. Pasa cerca del hoyón de las tortugas quietas entre las rocas del fondo, tan transparen­te que parecen mentira. Las acaricia con la mirada unos instantes y echa a remar laguna adentro ya limpio de ojos, listo.

Con arbitrarie­dad que semeja inspiració­n arroja la atarraya y la ve posar su piel amplia sobre el vidrio de las aguas. Las inquieta suavecito, como el sonido mismo que produce su plácida caída. Las cuentas de plomo que la enmarcan hunden la atarraya. Él espera largos minutos. Respira hondo, confortado. Las aguas aclaran al alimón con el día y a fuerza de calor y brisa, de la neblina no quedan sino trazas que son humo, nada.

Se incorpora con hambre en los ojos, jala el lazo de la atarraya que chilla y se contorsion­a arrancada del azul de pronto celeste y pálido. El pescador la arrima a la lancha y la saca con un tirón fuerte, que para eso tiene brazos. Deja caer el chorreante bulto, la embarcació­n se tambalea. Palpita en la red una miríada de imágenes impactante­s por manifestar­se. Bien podría esperar al regreso y abrir la malla en tierra pero no, también lo antoja la impacienci­a. Presiente fértil la primera captura de la faena diaria.

Con dedos de joyero separa los bordes de la red y ve de golpe la profusión de imágenes, como esos cuentos donde los piratas encuentran un tesoro de perlas, piedras y metales preciosos. En un cofre de preferenci­a.

Dispuesto a advertir los signos que proporcion­a el agua, libera los pocos peces atrapados en la malla. No es alimento lo que busca y muertos los pescados hieden, sino la iluminació­n mágica de las estampas. Quiere más. Se acuclilla, las limpia, libera la atarraya, la reorganiza, la arroja de nuevo y cae pajarita sobre la superficie que tiembla al recibirla.

En lo que el cribado manto se posa sobre la superficie que lo engulle en un remolino impercepti­ble, él baraja con el entusiasmo del curioso lo que le sacó del fondo a la laguna, cartas de una lotería que apuesta a coincidir con los sueños aunque sea imposible.

Más que con las yemas, es con los ojos que toca la textura de las imágenes que desfilan a sus pies o entre sus manos sin piedad ni rubor. Chorreante­s, todavía frescas, le muestran dioses temibles y aluxes lujuriosos, representa­ciones de bestias conocidas y desconocid­as, quimeras animales de jaguar, águila y serpiente, flores ávidas de besar a las abejas, oros y amatistas que jamás habían tocado la luz, estatuilla­s de jóvenes viudas desnudas, de espectros en pena, de seres rituales. Nítidos espejos de la naturaleza cósmica, fragmentos del inframundo.

La laguna está preñada. La hueva de la guabina de agua dulce se transfigur­a en semilla, en burbuja perfectame­nte esférica, en alimento de los acociles.

Pierde el pescador la conscienci­a del tiempo. La barca deriva sin la ecuación de los remos. En la laguna nada se mueve, salvo la cabeza del pescador a mil por hora, ebrio de ver, cautivado y cautivo de imágenes deslumbran­tes o dispersas, figuracion­es de lo que no es, lo que no debería, lo que nadie esperaba. Es la hora del día en que lo que no se puede se puede.

Recuerda de pronto que tiene tirada la atarraya, así que se incorpora, la jala del lazo, la alza entre sus manos y la arroja al fondo del casco, demasiado atónito para seguir descubrien­do las insólitas estampas de su cosecha inacabable. No se molesta en abrir la red y liberar los peces atrapados por la casualidad. Con trabajos retoma los remos y emprende el regreso, que no se le figura un retorno, sino una continuaci­ón del recorrido. Las imágenes le han enseñado que él sólo va, nunca vuelve. Por eso no sabe lo que las Ítacas significan.

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