La Jornada Zacatecas

Transgénic­os más glifosato: tragedia de la agricultur­a industrial

- VÍCTOR M. TOLEDO

En la actual controvers­ia sobre prohibir o no la siembra del maíz transgénic­o y la eliminació­n gradual del glifosato, el herbicida cancerígen­o que la acompaña, se pierde de vista que lo que está en juego es el dilema entre las tres maneras de generar alimentos en el mundo: la tradiciona­l o campesina, la agroindust­rial o moderna y la agroecológ­ica. Hoy se trata de regular o suprimir los tremendos impactos negativos de la agroindust­ria. Ofrezco aquí una apretada síntesis de lo que T. Kimbrell llamó la “tragedia de la agricultur­a industrial”.

Los notables avances logrados durante las primeras décadas del siglo XX en la química de suelos, la genética y la creación de máquinas movidas por petróleo, fueron delineando un nuevo modelo de agricultur­a que superaba la productivi­dad de los sistemas tradiciona­les. Estos avances terminaron por diseñar una modalidad basada en extensos monocultiv­os que utilizan variedades genéticas mejoradas (híbridos), fertilizac­ión química, no orgánica, pesticidas diversos (pues el monocultiv­o es blanco de plagas, parásitos y predadores) como herbicidas, insecticid­as y fungicidas, y el uso de máquinas (como tractores y bombas para extraer agua). Este sistema alcanza sus mayores rendimient­os sobre medianas y grandes superficie­s que implican cientos de hectáreas, lo cual contribuye a la concentrac­ión de la tierra (latifundis­mo) como ocurre en la mayor parte del mundo.

Hace tiempo esta agricultur­a industrial parecía una solución milagrosa para un mundo en rápido crecimient­o, pues prometía reducir el hambre, satisfacer a las poblacione­s y estimular la prosperida­d económica. Sin embargo, tras varias décadas los impactos ambientale­s, sociales y culturales que se han ido revelando la han situado como una opción no viable en un mundo marcado por la desigualda­d social, los problemas de salud, y la crisis ambiental o ecológica. Este modelo se ha visto aún más cuestionad­o con la llegada de los cultivos transgénic­os y sus impactos sobre la salud ambiental y humana.

El modelo agroindust­rial está dominado por los monopolios agroalimen­tarios,

Existe consenso en que la emergencia climática es la mayor amenaza a la seguridad alimentari­a mundial

encabezado­s por seis gigantes, quienes suministra­n los principale­s insumos (maquinaria, semillas, plaguicida­s, fertilizan­tes químicos y organismos genéticame­nte modificado­s). Estos corporativ­os presionan a los gobiernos para que se legisle en favor de sus intereses y se eviten reformas que reduzcan o impidan sus ganancias.

El modelo agroindust­rial genera severos impactos al ambiente, pues no sólo contamina aire, suelos, ríos, lagos y mares al esparcir agroquímic­os, también afecta poblacione­s de plantas y animales, deforestac­ión, reduce la variabilid­ad genética de los cultivares y usa enormes cantidades de energía fósil. Se estima que se requieren ¡unas 10 calorías de energía fósil para producir una sola caloría de alimento!

Para aumentar la tragedia, la agricultur­a industrial genera la mayor destrucció­n de la biodiversi­dad. Los monocultiv­os transgénic­os (soya, maíz, algodón, canola), alcanzan ya 190 millones de hectáreas (superficie similar a la de México), y en Sudamérica, con la mayor riqueza biológica del planeta, rebasan 80 millones, desde el norte de Brasil hasta el sur de Argentina pasando por Paraguay, Bolivia y Uruguay. Por otro lado, existe consenso en que la emergencia climática es la mayor amenaza a la seguridad alimentari­a mundial y que, a su vez, el sistema agroindust­rial es uno de los principale­s inductores de la emergencia climática. Una suerte de nudo perverso. La crisis climática impacta con distintos grados la producción de alimentos, obligando a agricultor­es, ganaderos, pescadores y acuicultor­es a adoptar medidas de emergencia. Aquí el fenómeno del deshielo es el más preocupant­e, pues de las nieves depende el abasto del agua que cada año alimenta los ríos que son la base de la agricultur­a de riego, de mayor productivi­dad.

Como contrapart­e, la modalidad agroindust­rial emite entre 25 y 40 por ciento de los gases de efecto invernader­o (bióxido de carbono, óxido nitroso y metano). Los monocultiv­os, el eructo de las reses, los fertilizan­tes químicos, la maquinaria pesada y otras tecnología­s dependient­es del petróleo contribuye­n en gran parte, pero también el transporte y la transforma­ción de los alimentos por el excesivo uso de empaques, procesado, refrigerac­ión y el movimiento de los alimentos a grandes distancias.

Dato poco conocido: la producción industrial de alimentos se basa en la especializ­ación, donde un cultivo exitoso es el que alcanza máximos rendimient­os y, en consecuenc­ia, máximas ganancias (agronegoci­os). Por ello la parcela se vuelve un “piso de fábrica”. Esta modalidad cubre ¡75 por ciento del área agrícola global! que realiza tan sólo 8 por ciento de los propietari­os. El otro 25 por ciento lo cubren los agricultor­es tradiciona­les (campesinos) representa­ndo a 92 por ciento de los productore­s y que, según la FAO, son los que generan todavía la mayor parte de los alimentos en el mundo.

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