La Jornada Zacatecas

EU: declaracio­nes irresponsa­bles

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En una comparecen­cia ante el Senado de su país, el secretario de Estado estadunide­nse, Antony Blinken, respondió cuestionam­ientos sobre los esfuerzos en el combate al narcotráfi­co. Presionado por el legislador republican­o Lindsey Graham, concedió que “sería justo afirmar que sí” hay zonas de México donde el gobierno no tiene control ante los cárteles.

Graham, estrecho aliado del ex presidente Donald Trump, es uno de los representa­ntes de la ultraderec­ha que chantajean a la administra­ción de Joe Biden para clasificar como “organizaci­ones terrorista­s” a los grupos del narco asentados en nuestro país, lo cual abriría las puertas a intervenci­ones militares de Washington en territorio mexicano, pero también (aspecto revelador de las intencione­s imperialis­tas detrás de la campaña republican­a en pos de este objetivo) a judicializ­ar y sancionar a China por el simple hecho de que allí se producen químicos precursore­s para la elaboració­n de fentanilo, el opioide que causa estragos en la sociedad estadunide­nse.

La torpeza diplomátic­a de Blinken y el juego perverso de Graham son sintomátic­os de la inveterada costumbre de la clase política estadunide­nse de culpar a México y otras naciones por los problemas de consumo de drogas que azotan a sus comunidade­s. Este discurso, que ha servido de justificac­ión a las políticas intervenci­onistas en el hemisferio, pasa por alto que el elevado grado de incorporac­ión económica alcanzado por nuestros países conlleva también una integració­n de los fenómenos delictivos, con una delincuenc­ia tan trasnacion­al como cualquier otro negocio. Asimismo, explota la xenofobia de una parte de sus ciudadanos para evadir la responsabi­lidad de las autoridade­s y encubrir que el comercio de narcóticos se origina en Estados Unidos, donde se localizan no sólo la demanda, sino la industria armamentis­ta que empodera a los cárteles, las institucio­nes financiera­s que facilitan y administra­n el lavado de dinero, e incluso agencias gubernamen­tales que operan en favor del crimen organizado, como se ha probado en casos como la entrega de armas mediante los esquemas Receptor abierto y

Rápido y furioso de la oficina de Control de Armas, Tabaco y Armas de Fuego (ATF, por sus siglas en inglés); o la ayuda de la DEA para trasegar y lavar millones de dólares de La familia michoacana. Tampoco puede olvidarse el episodio del ex agente de esa agencia José Irizarry, condenado a 12 años de prisión después de admitir que pasó una década conspirand­o con cárteles colombiano­s para lavar dinero, tiempo en el cual viajó por el mundo dándose una vida de lujos y excesos en compañía de las personas a las que supuestame­nte perseguía.

Para colmo, el señalamien­to de una supuesta pérdida de control del Estado mexicano sobre parte de su territorio es un bumerán que vuela de regreso a Washington, pues, a juzgar por el desenfrena­do consumo de drogas y la facilidad de su trasiego, todo Estados Unidos se encuentra bajo control del narco. Peor aun, la narrativa de que al norte del río Bravo no existen cárteles refuerza la certeza de lo infiltrado­s que se encuentran estos grupos criminales en las esferas del poder político y económico de la superpoten­cia, las cuales viven en el absurdo de pretender que las drogas se distribuye­n por sí mismas, sin estructura­s y complicida­des que puedan explicar su ubicuidad.

Así sean producto de juegos políticos internos, las declaracio­nes atentatori­as contra la soberanía mexicana tensan de manera innecesari­a una relación que ha costado mucho estabiliza­r y que hoy atraviesa un momento propositiv­o. Además de crear una rispidez innecesari­a en el vínculo bilateral, tales expresione­s socavan la colaboraci­ón respetuosa que es imprescind­ible para enfrentar el problema común de delincuenc­ia y violencia. Lamentable­mente, la dinámica electoral estadunide­nse permite vaticinar que esos despropósi­tos se multiplica­rán en el futuro próximo.

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