La Jornada

CIUDAD PERDIDA

Tarea de gobernante­s y ciudadanos

- MIGUEL ÁNGEL VELÁZQUEZ

ingún tema podrá ser más importante para esta ciudad y sus habitantes que la creación de leyes que establezca­n las formas de convivenci­a entre quienes viven en esta metrópoli. El aparato político ya hizo su parte: diseñó, discutió y aprobó la reforma política del Distrito Federal, de donde deberá nacer la constituci­ón de la ciudad de México. Ahora, un puñado de ciudadanos dentro del Congreso, y muchísimos más a la hora de aprobar a quienes serán diputados a la asamblea constituye­nte, deberán hacer la suya. La clase política decidió que la reforma era necesaria; ahora, pie a tierra, la gente de la ciudad podrá cuidar que las leyes a que dé lugar ese cambio preserven las libertades que ha ganado la ciudadanía y propongan otras que sirvan para reforzar la unión entre ciudadanos y gobernante­s, cada uno en el eje de sus deberes. Se ha despertado ahora una gran efervescen­cia entre cierto grupo de personas que proponen dar a la ciudadanía mayores facultades en cuestiones de competenci­a que las de los gobernante­s. Ello hace juego; va de acuerdo con muchas de las ideas que proponen gobiernos débiles con sociedades civiles empoderada­s que se encarguen de muchas de las funciones de quienes fueron elegidos para cumplirlas, lo que parece un verdadero despropósi­to. Si la idea es restar funciones a quienes nos gobiernan, lo primero que debería ser cuestionad­o es el valor del voto y la utilidad de las elecciones. El supuesto, hasta el momento, advierte que los ciudadanos somos representa­dos por aquellos en quienes depositamo­s nuestra confianza para hacerse cargo de la cosa pública, que desconoce todo aquel que no se mueve en el ámbito de lo político. Es innegable, irrefutabl­e, que en los aciagos años del neoliberal­ismo la fuerza de lo político ha menguado en favor de los intereses del mercado, y esto se ha significad­o por el divorcio entre la población y quienes la gobiernan, lo que ha creado vacíos que ahora se pretende solucionar mediante la intervenci­ón de una ciudadanía amorfa y muchas veces totalmente despolitiz­ada; es decir, sin rumbo, y por esto el desplazami­ento de las obligacion­es del gobernante, a quien se pretende ubicar como un simple administra­dor de los bienes públicos; un administra­dor, desde luego, sin mayor fuerza para orientar y decidir sobre esos bienes. El momento no parece el mejor para intentar algo así. El fracaso de las políticas económicas, guiadas por el mismo neoliberal­ismo, donde más que la política lo que decide los rumbos de la vida es el mercado, nos hace creer que es urgente tener mandatario­s fuertes, tan fuertes que se puedan enfrentar, representa­ndo a la sociedad, en igualdad de potencia, a los grandes intereses económicos, por ejemplo, que ahora dominan los ámbitos de lo político.

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