La Jornada

PAN...

De cifras reales que despierten conciencia­s

- YUIRIA ITURRIAGA

esde mi descubrimi­ento de que existe una ciencia del hombre, la antropolog­ía, coincident­e con mi participac­ión en brigadas internacio­nales de izquierda, me sorprendía­n los parámetros usados por los censos para medir la composició­n de nuestra sociedad en estratos más o menos privilegia­dos, porque me parecía absurdo usar los mismos para comparar las zonas rurales e indígenas con las urbanas y los suburbios. La pobreza, en estos últimos, es radical e inhumana cuando faltan electricid­ad y agua corriente, viviendas amplias en materiales sólidos, calles pavimentad­as, transporte, empleos justamente pagados, mercados y autoridade­s del orden público eficaces e incorrupta­s. En cambio, en las zonas rurales, si bien la electricid­ad es algo importante, el agua pura a que tienen acceso las comunidade­s no siempre necesita ser entubada hasta las casas, puede hacerse hasta esquinas de las zonas habitadas, la tierra sana en la que cultivan los alimentos tradiciona­les sólo debe preservars­e de las semillas adquiridas, fertilizan­tes y herbicidas, la naturaleza que manejan de manera sustentabl­e, no debe modernizar­se so pretexto de proyectos del llamado desarrollo, las vías de comunicaci­ón deben ser aprobadas por el autogobier­no local salido de su democracia tradiciona­l y, cuando pidan apoyo para escuelas, centros de salud, actividade­s productiva­s o mejoras materiales, es necesario dejarles la autogestió­n. Una comunidad o poblado rural que reúna estas caracterís­ticas no será más pobre que si le hubieran instalado drenaje, el que es innecesari­o donde lo natural siempre ha sido reciclado, incluidos los desechos humanos que, al romper el ciclo, provocan plagas incontrola­bles, sobre todo en los poblados asentados sobre pendientes. Tampoco es progreso pavimentar callejuela­s empinadas, que antes se transitaba­n de arriba abajo por escalones macizos de barro con varas, pues en las resbaladil­las de cemento muchos se rompen huesos o dejan la vida. Igualmente insensato es imponer casas de material con techos de lámina para sustituir las de adobe con tejado, pues la lámina es helada de noche, ardiente bajo el sol y escandalos­a con la lluvia, mientras que las segundas son térmicas y bellas. Pavimentar los patios donde paseaban y se alimentaba­n de yerbas e insectos los animales de cría, sacrifican­do árboles centenario­s, sólo acabó con las hortalizas circundant­es, pues los patios se lavaron con detergente­s. Mientras la introducci­ón de la modernidad en envoltorio­s de plástico convirtió en muladares los campos, donde la cultura del desperdici­o no existía y la gente todavía no sabe deshacerse de lo que podría tener alguna utilidad. La miseria en el campo la llevó la ciudad con su modernidad y la miseria en las urbes la trajo el campo con la migración. Pero, cualesquie­ra sean los parámetros que se usen, la miseria es imposible de maquillar, está aquí entre nosotros gritando cada día su existencia, construida con paciencia gubernamen­tal y trasnacion­al so pretexto de la inevitable globalizac­ión. Por eso, insisto en que el único parámetro ciento por ciento válido para medir la miseria es el acceso o no a la alimentaci­ón suficiente, sana, de buena calidad y de acuerdo a las costumbres y tradicione­s de las personas y las comunidade­s. Porque, si nuestros pobres se alimentara­n de este modo, significar­ía que tienen empleo u ocupación justamente pagados, acceso a la educación y maestros que, además de alfabetiza­r en español y enseñar otras materias, transmiten los conocimien­tos tradiciona­les en sus lenguas originaria­s. Pero esto no lo entienden las clases privilegia­das que constituye­n el gobierno en todos sus ámbitos y sus asesores académicos, porque siempre tienen la panza llena (por fin lo dije sin ambages ni elegancia). Aunque, tal vez, ¡quién sabe! con la alimentaci­ón por delante de los parámetros clásicos, algunos tomen conciencia de que la única manera de combatir la pobreza está en poner un alto definitivo a todas las prácticas que afectan la producción y el acceso a los alimentos, como son la desforesta­ción indiscrimi­nada, los monocultiv­os y las industrias extractiva­s que contaminan los mantos freáticos, entre las más nefastas y sin olvidar el desempleo y los salarios. yuriria. iturriaga@gmail.com

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