La Jornada

Hilos de colores

MAR DE HISTORIAS

- CRISTINA PACHECO

na falda para cambio de cierre, dos o tres pantalones con las valenciana­s raídas, un abrigo sin botones. Muy poco trabajo para seis sastres y doña Columba, la patrona, quien por su mala vista dejó de hacer compostura­s y sólo atendía a los clientes. Con suerte, iban a recoger su ropa después de semanas, pero por lo general la abandonaba­n: les salía más barata la ropa china, nueva, que las compostura­s.

Dependemos de la clientela. En aquel momento se redujo mucho y varios sábados recibimos sólo la mitad de la paga. Esto fue causa de que tres compañeros abandonara­n el trabajo, entre ellos Roque: buenísimo para el zurcido invisible, toda una especialid­ad. Quedamos Lolita, Sotelo y yo.

En los ratos libres, o sea todo el tiempo, sólo hablábamos de lo que íbamos a hacer en el momento en que doña Columba tuviera que cerrar la sastrería, cosa inevitable: el desinterés por nuestro trabajo iba en aumento y la situación económica empeoraba. Nunca pensamos que gracias a esto y a que bajamos los precios, el negocio mejoraría. Como dice Sotelo: “La gente ya se dio cuenta de que le conviene más una buena compostura que una mala compra.”

II

Cada vez nos llegaban más prendas. No teníamos tiempo para hacernos un cafecito en la hornilla, menos para almorzar. Imposible darnos abasto. Empezamos a demorarnos en la entrega de la ropa. (“Le prometo que para el jueves le tengo su falda compuesta.”) De seguir así íbamos a conquistar título de informales y a perder a la clientela.

En vista a esas posibilida­des, Lolita, Sotelo y yo nos pusimos de acuerdo y le dijimos a doña Columba si no sería bueno que contratara más personal. Le pareció que era riesgoso, nada nos aseguraba que la buena racha iba a seguir; además, ella podía ayudarnos. Lolita, como es medio parienta suya, se atrevió a decirle: “Tienes mala vista. Sabes muy bien que no puedes ni ensartar una aguja.” No se habló más. Al lunes siguiente apareció a la entrada del negocio una cartulina: “Se solicita sastre.”

Llegaron muchos aspirantes, la mayoría, faltos de experienci­a en el ramo; algunos con aliento alcohólico y otras evidencias de malos hábitos. A las mujeres interesada­s no les acomodaba el horario por- que eran madres solteras o tenían un enfermo a quien cuidar.

Al parecer, íbamos a quedarnos sin la ayuda cada día más necesaria. Ante la preocupaci­ón de la patrona, Sotelo dijo que su primo Josué era muy buen sastre. Llevaba desemplead­o desde que cerraron el taller donde hacía de todo, hasta zurcido invisible. Después de un año, su situación ya era crítica.

Doña Columba le pidió a Sotelo que citara a su primo para el día siguiente. Por buen sastre que fuera necesitaba conocerlo, hacerle una prueba, hablar con él. Sotelo se puso colorado: “Ese es el problemita: a mi primo se le dificulta mucho hablar.” “¿No puede o no le gusta?”, preguntó Lola, que en todo se mete. Nos reímos al oír el comentario de la patrona: “¡Necesito un sastre, no un merolico.”

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