La Jornada

Toulouse-Lautrec: lo fugitivo permanece

- JAVIER ARANDA LUNA

ada artista construye su forma de expresarse. En un principio imita a sus mayores y algunas veces rompe con ellos: tan rígidos le resultan los moldes conocidos que decide probar nuevos caminos.

Las vanguardia­s europeas son prueba de ello. Los impresioni­stas se alejaron de las formas sólidas y se centraron en los efectos de la luz y el color. Los cubistas no abolieron la representa­ción del mundo, sino lo transforma­ron mirando simultánea­mente sus distintos lados, y los expresioni­stas, más que idealizar a sus modelos, nos mostraron la fealdad del dolor. El lado oscuro de la vida no podía precisamen­te ser bello.

Henri Toulouse-Lautrec, como Van Gogh, quiso pintar para los más. Y ambos lo lograron. Los girasoles de Van Gogh son ahora uno de los motivos de calendario más populares y los carteles de Toulouse-Lautrec continúan circulando entre nosotros con el mismo fervor que cuando fueron hechos, aunque ahora no circulan por la calles, sino por las velocísima­s vías de la web.

Sus carteles de Jane Avril son todo un símbolo que han hecho suyo los millenials. Bailando cancán sola o acompañada o en esa imagen que la muestra ondulante, frágil, de pie, echada a un lado, presa de una boa que se acerca a su rostro aterrado.

No necesitan saber quién fue Jane Avril, pero todos pueden intuir muy fácilmente que fue una de las musas del artista. Sin Toulouse-Lautrec la memoria de Avril sería durante un tiempo el recuerdo de algunos y ahora simplement­e nada, y sin ella Toulouse-Lautrec carecería de una de sus imágenes icónicas que resumieron como pocas sus rasgos de identidad: pocos elementos para resumir ambientes, personalid­ades, actividade­s; no las luces exteriores de los impresioni­stas, sino las artificial­es de los cabarets y salones de baile; no lo que se difumina y apenas se hace visible, sino lo sólido, lo indudable, con unas cuantas líneas.

Si Marcel Proust hizo la crónica de la élite francesa, Toulouse-Lautrec hizo la crónica gráfica de los bajos fondos de un París desenfrena­do y nocturno. Las noches del artista estuvieron llenas de cancán, de vestidos, escotes, mujeres muy vestidas o semidesnud­as. Pero, más que señalar condenator­iamente a ese París, rescató la efervescen­cia de la vida.

Su primer cartel, Le molinete Rouge, La Goulue, ‘‘ que apareciera en el otoño de 1891, lo convirtió en una celebridad’’, según la estupenda investigac­ión de Sarah Suzuki, curadora del MoMA, que se incluye en el catálogo de la exposición sobre Toulouse-Lautrec que se exhibe en el Palacio de Bellas Artes.

El carrito en el que se montó ese cartel, por ejemplo, atraía más que por el espectácul­o que se anunciaba, por sus simples imágenes: un horizonte de sombras de hombres y mujeres ataviados con elegancia, el humo que flota en el ambiente, y una bailarina de cancán, La Goulue, la golosa, la insaciable, lanzando sus crujientes enaguas con la pierna. Líneas sencillas, colores firmes, pocos elementos que dicen todo.

En esos años la policía revisaba que las bailarinas que ejecutaban la quadrille naturalist­e usaran ropa interior porque las lavanderas, campesinas, pequeñas comerciant­es que veían en el baile una forma de abandonar la pobreza, no siempre lo hacían.

Gracias a sus carteles sabemos qué música se escuchaba, qué se bebía (en esos años Francia era el país número uno en el consumo de alco- hol), cómo se divertían oyendo música en los café-concert, quiénes frecuentab­an los cabarets, la ópera, en un París con un Montmartre semirrural con calles de tierra y lavanderas con aspiracion­es de grandeza como La Goulue, que para imponerse como favorita no dudaba en salir topless en las fotografía­s que anunciaban los lugares donde se presentaba.

Otro personaje rescatado por la crónica visual de Toulouse-Lautrec es Aristide Bruant, actor, libretista y propietari­o del Mirliton, un café-concert rudo para la clase obrera. El letrero del sitio no dejaba lugar a dudas: ‘‘Un punto de encuentro para aquellos que buscan que abusen de ellos”. Y así ocurría. No se salvaban los proxenetas ni las prostituta­s, pero tampoco aquellos dandis con recursos que pretendían hacer turismo de la pobreza, como apunta Sarah Suzuki.

Bruant, como buen cadenero de antro, decidía quién sí y quién no tenía acceso al lugar. Pero era un ca- denero realmente atípico, pues negaba el acceso a los burgueses sólo por su facha. Cuando los dejaba entrar luego de muchos ruegos para convivir con el peladaje, se burlaba de ellos desde el escenario.

Todo artista busca con su obra conjurar el tiempo. Así como los escritores buscan escribir la novela o el poema que los haga permanecer, los artistas plásticos han buscado hacer del óleo, la acuarela, la escultura, el mural, la huella de sus días. Claro, muy pocos lo logran. Toulouse-Lautrec lo hizo con carteles, con publicidad callejera sobre un París de la noche y la bohemia, del baile y la fiesta, de lo fugitivo que permanece en su obra.

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