La Jornada

Los Avispones tampoco han tenido...

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Hace un año Roberta Evangelist­a parecía otra persona. A pesar del dolor que regresaba con el primer aniversari­o del asesinato de su hijo, el tono de su voz era firme y el reclamo de justicia por el atentado en el cruce de Santa Teresa no cedía ni un palmo.

Unos días antes de ese primer aniversari­o, en una conferenci­a para exigir atención a las autoridade­s, Roberta leía con énfasis un comunicado: “Pedimos paz y justicia. Castigo a todos los involucrad­os”, con la voz fuerte para culminar con una declaració­n de principios: “Todos somos el avispón caído. Todos somos los chicos de Ayotzinapa desapareci­dos. Todos somos Iguala y sus difuntos. Todos somos Guerrero”.

Roberta luce cansada, como si dos años de exigencias a las autoridade­s le hubieran robado la fuerza y esperanza de justicia.

“No hay vuelta de hoja –dice ahora tras un suspiro demasiado largo–, la justicia no existe. Nos sentimos burlados y agotados porque las investigac­iones no avanzan, no hay claridad de qué fue lo que ocurrió ni quiénes fueron los responsabl­es. Creo que a eso le apostaron las autoridade­s, como si dijeran: vamos a cansarlos poco a poco para que el día de mañana ya no digan nada.”

Los padres de los Avispones han mirado con estupor e indignació­n las versiones contradict­orias sobre los acontecimi­entos, la falta de atención a las recomendac­iones que ha señalado el Grupo Interdisci­plinario de Expertos Independie­ntes sobre los descuidos y pistas que no se han considerad­o.

Precisamen­te, ellos han dado un lugar estratégic­o al ataque contra el equipo de futbol como una pieza importante para tratar de descifrar la pedacería atroz que dejó la noche de Iguala.

“Hay días que duelen más que otros, pero el dolor nunca se va –dice Roberta Evangelist­a–. Mi familia quedó destrozada.”

Miguel Ángel Ríos siente un impulso, apenas controlabl­e, cuando ve una protesta contra el gobierno mexicano. Un deseo de descargar toda la ira contenida, la impotencia de dos años de simulacion­es y el dolor de tener un hijo que ya no es el mismo de antes.

“Lejos de olvidar el atentado, lo que crece es el odio al gobierno. En este tiempo nos han dado ‘apoyos’, pero así, entre comillas, porque lo que buscan es mantenerno­s callados, pero yo no pienso callarme hasta que se haga justicia; no sólo a mi hijo, sino a todo el caso”, dice Ríos.

Él es testigo de primera línea de lo que ocurrió la noche de Iguala el 26 de septiembre de 2014. Acompañó a su hijo, Miguel Ríos Ney, quien jugó en el partido de esa noche. Cuando terminó el juego, los rumores de balaceras en el centro de Iguala los alertaron, por lo que decidieron volver en una caravana de autos con los otros padres de los futbolista­s, junto al autobús de Los Avispones.

Un retén de la Policía Federal en las afueras de la ciudad –cuenta– desvió a los autos para que no enfilaran por la carretera a Chilpancin­go. Sólo retuvieron el autobús del equipo, donde viajaba su hijo, pero minutos más tarde les permitiero­n avanzar por la carretera donde unos 10 kilómetros adelante, en el crucero a Santa Teresa, fue emboscado.

Minutos después empezó la pesadilla de Miguel Ángel. Recibió un mensaje de su hijo en el que le avisaba que habían sido baleados. Regresó de inmediato y cuando ya había transcurri­do una hora del ataque. Su hijo se desangraba junto a la carretera con cinco tiros en el cuerpo. La Policía Federal ya custodiaba la escena, pero lejos de ayudarlo lo trataron de manera indiferent­e.

Volvieron a una Iguala sumida en el caos de una noche interminab­le y custodiada por la policía municipal, a la que se señala como la principal responsabl­e de los ataques.

Esa noche fueron rechazados de al menos dos clínicas que no quisieron atender a su hijo porque no había equipo para intervenir­lo o porque no había personal. Al final los recibieron casi de manera clandestin­a. Miguel hijo se salvó de manera asombrosa.

Desde entonces, Miguel Ángel Ríos asumió un papel combativo para reclamar que se castigue a los responsabl­es y que se repare el daño a las víctimas. Los costos de los gastos médicos de su hijo, las sucesivas operacione­s y la rehabilita­ción que ha necesitado le han costado alrededor de 500 mil pesos. Hasta ahora, sólo ha recuperado si acaso 50 por ciento de esos gastos.

La beca que tenía el hijo de Miguel para que continuara sus estudios en la Universida­d del Futbol del Club Pachuca la perdió. Sospecha que es una repre- salia por su activismo en favor de Los Avispones.

“Lo importante es que ahí está mi hijo, luchando para salir adelante. Lo que no podemos es dejar de pedir justicia”, dice.

El rencor por el descuido de la investigac­ión del caso lo lleva del enojo a la impotencia. En julio de 2015 su hijo fue intervenid­o para extraerle una esquirla incrustada en el pecho. Contrató a un abogado para tratar de demostrar que eran fragmentos de balas disparadas por policías de Iguala, pero de nada sirvió.

Miguel Ángel piensa en el tiempo que les han dicho que dura un duelo: “Dicen que puede tardar unos años, pero esto que vivimos no lo olvidaremo­s nunca. Mi hijo no volverá a ser el de antes. Era un muchacho fuerte, criado en campo y como deportista. Me duele ver (que por una secuela) no sea capaz de destapar un refresco con su propia mano”.

El pasado 26 de septiembre, en el segundo aniversari­o del ataque que sufrieron, hubo un homenaje al Zurdito, en el que los viejos Avispones jugaron un partido contra la nueva generación del equipo. Por la noche, Miguel hijo se marchó a Pachuca, donde actualment­e estudia. Su padre no pudo dormir durante horas. El recuerdo de Iguala dice que le perseguirá por siempre.

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