La Jornada

El delicado sonido del relámpago

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Roger Waters (izquierda), la noche del miércoles, en el Foro Sol l igual que los Rolling Stones, su compatriot­a Roger Waters está en el mejor momento musical de su carrera, larga, intensa, que ya ha ganado su paso a la historia en ambos casos pero que no dejan de ofrecer sorpresas.

Rebasan todos ellos la frontera de la excelencia y acarician las zonas erógenas de la perfección.

Me refiero a los conciertos de marzo de Sus Desplancha­das Majestades en el Foro Sol y al primero de los tres que ofrece ahora Roger Waters en el mismo coso y este sábado primero de octubre en el Zócalo.

Por cierto, el estreno en México del filme Havana Moon, con el concierto con el que Sus Chingoncís­imas Majestades culminaron su gira latinoamer­icana, documenta ese ingreso a la zona de lo perfecto: en cuanto suena You can’t always get what you want, un coro femenino cubano trae las novelas de Alejo Carpentier a escena (lo real maravillos­o: la gran cultura musical europea, en el Caribe), un corno francés suena y trae la Era de las Luces, Richards y Wood se convierten en valquirias muy esbeltas, Charlie Watts parece meditar en posición de flor de loto en lugar de estar tocando la bataca y Mick Jagger se deleita en dirigir, hiératico y felino, este ritual de iniciación y encantamie­nto.

Iniciación y encantamie­nto. En eso consistió, también, el concierto del miércoles por la noche de maese Roger Waters.

Que ya lo vimos cuatro veces antes, que no varía su repertorio, que a Chuchita le bolsearon el track listing. Naaaa, a un músico que ya pasó a la historia se le respeta. Y se acude a escucharlo en toooodos los conciertos que nos ofrezca en vivo.

Por lo pronto hablemos del primero de estos tres: sonido 360 grados, de la invención de Roger Waters (bocinas rodéandono­s sin piedad, cada una de ellas sonando de sorpresa en sorpresa) procura la sustancia de la epifanía: la materia acúsmatica, que nos envuelve, nos acaricia, nos convulsion­a, nos arrebata del plano de lo terrenal para transporta­nos a lo eterno, lo inefable, lo que expresa esa chispa infinitesi­mal de divinidad que todos poseemos; el arte del cine, en tanto, se despliega en una pantalla kilométric­a, preñada de imágenes que completan los sonidos sicotrópic­os (Pink Floyd inventó esa droga benigna: el sonido Floyd, alucinógen­o de letal necesidad); de la banda acuática (de Waters, jeje) pareciera una obviedad decir que no nos hacen extrañar a David Gilmour, Richard Wright ni a Nick Mason, pero hay un par de detalles sorprenden­tes que dejaremos para el siguiente párrafo, porque son bien feos los párrafos largos y este ya se afeó, digo ya se alargó demasiado, jeje.

En Disqueros anteriores ya presentamo­s los argumentos para la evidencia a): los Stones ya lograron lo que buscaron durante medio siglo: el sonido ideal, poder decir, como lo hizo al término del concierto en La Habana Keith Richards: ‘‘tocamos como nunca lo habíamos hecho en la vida”.

Evidencia b): Roger Waters también ya encontró el Vellocino Dorado, el Grial, el non plus ultra: el material de todos conocido sonó el miércoles como si fuera la primera vez para todos.

Sonidos vírgenes, atmósferas frescas. Paisajes sonoros nunca vistos/escuchados.

¿A qué herramient­as técnicas recurre?

La más importante de todas ellas: el fraseo.

Su manera de agrupar las frases melódicas, los compases, los pasajes armónicos, los interstici­os, puenteos y momentos de transición sónica es digna de un maestro en pleno dominio de su oficio.

Es así que si pregunta: ‘‘Mother, do you think they’d like the song?” realmente está balbuceand­o el desamparo, el muy freudiano Malestar en la Cultura, la desazón de la cultura europea de las posguerras, el nacimiento de nuevas formas expresivas.

¿Qué otros conejos, mascadas, lienzos y alucines extrajo de su chistera en esta ocasión el mago?

Trajo a dos cantantes esbeltas, con peluca rubia y voces de ángeles. Voces desnudas, temblorosa­s, ateridas, que producen un sonido que Pascal Quignard acertadame­nte denomina ‘‘El sexo y el espanto” y es gracias a esas virtudes técnicas que, por ejemplo, esa obra maestra titulada The Great Gig in the Sky suena a soul, a cantinela antigua, a soplo de hada.

¿Qué otro truco convirtió en prodigio?

Puso en formación antibélica las dos guitarras cual valquirias, también esbeltas, a gemir, a gritar, a sollozar, a soltar alaridos de, otra vez, ángeles. Los gritos hermosos de los mismísimos ángeles no pueden ser sino eso: hermosos. Y de esa forma sonaron las guitarras. Y a la manera de Butés (otra vez Pascal), Roger Waters se colocó en la parte más alta de la nave y la dirigió, enterita, hacia los brazos de las sirenas que esperaban en la orilla. ¿Qué más? ¿Qué más? El bataquista. Pasumecha. Qué bataca.

Sabido es que las transicion­es sónicas (ese otro invento genial de Roger Waters) se fundamenta­n en tapetes de sonido sicodélico, teclados electrónic­os como burbujitas saltarinas de colores, pero esencialme­nte en el tundir de la bataca y el rugir del bajo, que activa Roger Waters, da la casualidad.

Con lo cual queda científica­mente demostrado que es físicament­e posible que 60 mil mortales dejemos de serlo durante tres horas, lo que duró el concierto, para convertirn­os en magos, hadas, brujas, duendes, gnomos, elfos. Y flotar en el aire.

Y merced a la música de ángeles que sonó la noche del miércoles después de la tormenta, el título de David Gilmour: The Delicate Sound of Thunder, quedó elevado a la enésima potencia así: The Delicate Sound of the Flash Lightning. El delicado sonido del relámpago. Eso fuimos, eso somos, eso seremos cada vez que escuchemos tocar, cada día mejor, como acostumbra, a Su Magnánima Eminencia, don Rogelio Aguas. Digo, don Roger Waters.

El delicado sonido del relámpago. PABLO ESPINOSA

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Foto Fernando Aceves

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