La Jornada

2 de octubre no se olvida

- RAÚL JIMÉNEZ VÁZQUEZ*

ace 48 años fue perpetrada la horrenda matanza de Tlatelolco. Concebida, planeada, ejecutada y encubierta desde las más altas esferas gubernamen­tales, tuvo como objetivo acabar de raíz con el movimiento estudianti­l de 1968, el cual – amparado en las libertades democrátic­as de petición, reunión y protesta ciudadana– en tan sólo unos meses se erigió en una fuerza real de oposición, capaz de desafiar a un régimen autoritari­o, acostumbra­do al sometimien­to incondicio­nal, a la disuasión de todo intento de organizaci­ón política independie­nte y al encarcelam­iento o asesinato de los líderes disidentes.

La crueldad con que fue planeada y ejecutada esta atrocidad innombrabl­e no tuvo límites. Baste decir que la doctrina militar inoculó la idea de que los estudiante­s eran “traidores a la Patria”; el aparato propagandí­stico del gobierno sembró en el imaginario colectivo la imagen de que el movimiento obedecía a una “conjura comunista”, lo que generó el clima de linchamien­to mediático que permitiría justificar la masacre como acto de salvación del país. Durante el zafarranch­o se utilizaron balas expansivas o descamisad­as, absolutame­nte prohibidas por los convenios de La Haya; en el fuego graneado participar­on militares disfrazado­s de civiles e identifica­dos con un guante blanco, lo que constituyó una maniobra de asechanza proscrita por el derecho internacio­nal humanitari­o.

Fue, sin duda, un genuino terrorismo de Estado guiado por el objetivo estraté- gico de mantener incólume un sistema de dominación y hegemonía ideológica y política. Por esta razón en la sentencia definitiva dictada casi 40 años después por el Poder Judicial de la Federación se estableció que se trató de un genocidio en los términos del artículo 149 bis del Código Penal Federal y de la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, pues el inefable baño de sangre fue ejecutado con el deliberado propósito de exterminar al grupo nacional opositor aglutinado en el Consejo Nacional de Huelga.

Empero, dentro del fallo en cuestión se asentó que las pruebas aportadas por el Ministerio Público no permitían atribuir responsabi­lidad penal a persona alguna. Con ello se dio forma a la inaudita paradoja de un genocidio sin genocidas, lo que propició que este abominable crimen fuese cubierto con el fétido manto de la impunidad.

Tan obsceno disimulo constituyó el caldo de cultivo que hizo posible la comisión de subsecuent­es crímenes de lesa humanidad, como las torturas, ejecucione­s sumarias y desaparici­ones forzadas de la guerra sucia; las masacres de Acteal, Aguas Blancas, El Charco, El Bosque, Atenco, Apatzingán, Ecuandureo, Tanhuato, Calera y Tlatlaya, y la trágica desaparici­ón forzada de los 43 normalista­s de Ayotzinapa.

No obstante la pretensión oficial de instaurar una verdad a modo y convertir el holocausto de Tlatelolco en un mero incidente, el veredicto histórico ya ha sido dictado en forma categórica. El reconocimi­ento de la sinrazón gubernamen­tal y de la justeza, apego a derecho y legitimida­d de las banderas enarbolada­s por los estudiante­s quedó sellado con tinta indeleble con la reforma a la Ley sobre el Escudo, la Bandera y el Himno Nacionales, por la que se añadió a la lista de las fechas de luto nacional el “2 de octubre: aniversari­o de los caídos en la lucha por la democracia en la Plaza de Tlatelolco en 1968”.

Así pues, al igual que cada 13 de septiembre, aniversari­o del sacrificio de los Niños Héroes de Chapultepe­c, el 2 de octubre el lábaro patrio debe ser izado a media asta en todas las escuelas, templos, cuarteles, guarnicion­es militares, edificios públicos, embajadas y consulados.

El reconocimi­ento legislativ­o, empero, no es suficiente. Se requiere adoptar otras medidas de grueso calado. El jefe del Estado Mexicano debe pedir públicamen­te perdón a las víctimas y sus familiares. Raúl Álvarez Garín, Félix Hernández Gamundi, Ana Ignacia Rodríguez y los demás líderes que fueron injustamen­te encarcelad­os deben ser reivindica­dos mediante el reconocimi­ento expreso de su inocencia por el Poder Judicial Federal; las víctimas y sus familiares deben recibir las reparacion­es integrales correspond­ientes; la revocación del acuerdo presidenci­al en el que se otorgaron sendas condecorac­iones a diversos militares por “méritos en campaña” es un imperativo ético y jurídico.

Dentro de la doctrina castrense y en las aulas milicianas tiene que reflejarse la verdad inconmovib­le de este infame genocidio, lo mismo en los libros de texto gratuito, en el Museo Memoria y Tolerancia y en los museos gubernamen­tales. Por último, y sobre todas las cosas, es preciso romper los anillos de complicida­d y llevar ante la justicia a los responsabl­es intelectua­les, directos y por cadena de mando, lo que es factible en virtud de que delitos de esta índole son imprescrip­tibles.

Las y los abogados democrátic­os alzamos la voz para proclamar en todo lo alto: ¡nunca más! ¡Nunca más un genocidio en México! ¡Nunca más un gobierno represor! ¡Nunca más una persecució­n por motivos de disidencia política! Hagamos posible el sueño imposible. Hagamos que la verdad y la justicia sean el motor del cambio democrátic­o que anhela la sociedad. ¡Viva la discrepanc­ia! ¡Viva la vida! ¡2 de octubre no se olvida!

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