La Jornada

Superviven­cia

MAR DE HISTORIAS

- CRISTINA PACHECO

on las seis de la mañana y parece medianoche. En la avenida el tráfico es intenso. Los transeúnte­s corren hacia la estación del Metro y los paraderos. Por su apresurami­ento, Felisa adivina que se dirigen a sus centros de trabajo. Mezclarse con esos desconocid­os le produce la ilusión de que va rumbo al taller de costura “Silvina”, donde permaneció l8 años.

Era tal su costumbre de presentars­e allí de lunes a sábado que una mañana, a los pocos meses de verse despedida, se presentó en “Silvina”. Eusebio, el guardia con el que tantas veces había conversado, la miró con extrañeza y ella tuvo que justificar­se inventando que de casualidad pasaba por allí y quiso aprovechar para desearles un buen año a sus antiguas compañeras. La aclaración fue inútil: Eusebio se mantuvo indiferent­e y le prohibió la en- trada. Ante el rechazo, Felisa se preguntó si de julio a diciembre habría cambiado tanto como para que el guardia la desconocie­ra.

Un hombre que casi la atropella le dice a una muchacha: “Apúrale, mi vida, que se nos hace tarde.” Eso le recuerda a Felisa que debe presentars­e en la oficina de Superviven­cia antes de las siete. Después de esa hora la fila de pensionado­s es muy larga y el trámite de identifica­ción se prolonga hasta el fastidio.

Una mañana tardó más de dos horas en llegar a la ventanilla donde un empleado verificarí­a que ella es quien dice ser –o sea, Felisa Domínguez Martel–, que aún está viva y por lo mismo con derecho a seguir recibiendo su pensión de mil cien pesos. Al bajarse del microbús Felisa se detiene en un quicio y saca los documentos que lleva en una bolsa de plástico. Son copias fotostátic­as de su acta de nacimiento, su IFE, la constancia de defunción de su marido y el último recibo de la luz . Es posible que no se las pidan, pero es mejor tenerlas a mano por si las dudas.

Después de caminar unos metros, Felisa siente una lluvia ligera y oprime contra su pecho la bolsa con los papeles que la acreditan. En su opinión, ese trámite sale sobrando. Debería ser suficiente con pararse frente a la ventanilla para demostrarl­e al empleado que la atienda que ella sigue viva y no es ninguna impostora. Aunque desde luego las hay: le contaron que algunas personas, con tal de recibir mil cien pesos, se hacen pasar por otras.

Eso no le preocupa: sabe que ni ahora ni cuando muera habrá quien pretenda suplantarl­a: no tiene a nadie en el mundo. Se persigna en memoria de sus muertos y también para agradecer la maravilla de seguir viva a los 79 años. “¡79!”, musita, y se apresura hacia la oficina de Superviven­cia.

III

La primera vez que acudió allí ignoraba qué iban a preguntarl­e o si tendría que exponer su pecho para que una encargada sintiera los latidos de su corazón. Se le aceleran con frecuencia. Son como llamados de alguien que desde adentro, en medio de un amasijo de venas, le dice: “Alégrate de estar viva y olvídate de todo lo demás.”

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