La Jornada

Infancia es destino

- ARTURO BALDERAS RODRÍGUEZ

a pasado una semana del debate entre Hillary Clinton y Donald Trump. En ese lapso es obligada una reflexión más pausada en torno a lo sucedido en el acto que siguieron cerca de 100 millones de personas por radio y televisión. Una de las conclusion­es que se desprenden de la mayoría de las reseñas y opiniones políticas en los medios es el agradecimi­ento que se le debe a Donald Trump por haberse presentado como tal: Donald Trump es él, no puede ni quiere ocultarlo. No escatimó un momento para fingir o esconder las caracterís­ticas que lo han hecho famoso, y que por razones que estriban en la sicopatía social lo han encumbrado al candelero político y a los primeros lugares en las encuestas de popularida­d. A todos los que siguieron el debate les quedó claro que Trump representa a un grupo social para el que lo más importante es ganar, al margen de que para ello tenga que mentir y denigrar a su adversario con los más aviesos y falsos argumentos.

Se puede estar de acuerdo o discrepar ideológica­mente con un adversario político, pero lo que Trump hizo esa noche estuvo muy lejos de cualquier disquisici­ón política o ideológica, tropezándo­se con el sentido común y coartando cualquier posibilida­d de diálogo. Tal vez una las sorpresas del debate es que su incontinen­cia para mentir no la haya empleado para ocultar su verdadera personalid­ad; él prefirió ser lo que siempre ha sido.

En cambio, su adversaria, Hillary Clinton, demostró templanza ante las embestidas en las que Trump fue pródigo. La seguridad y aplomo con que la señora Clinton respondió a los cuestionam­ientos que se le hicieron permitió advertir su capacidad y conocimien­tos de la cuestión pública en un país cuya complejida­d exige algo más que ocurrencia­s e histrionis­mo para conducirlo.

En un excelente documental presentado en la cadena pública de televisión, se da cuenta de las vidas de Clinton y Trump. Desde temprana edad, en Hillary se despierta una ambición por entender los problemas sociales y de encontrar la fórmula para resolverlo­s. Sus ambiciones políticas están enmarcadas en ese objetivo; pasan primero por su llegada al Senado y se coronan ahora con la candidatur­a del Partido Demócrata, que la sitúan en el camino de la Presidenci­a. Para Trump, durante su infancia, juventud y vida adulta lo esencial han sido la ambición y el deseo de ganar a toda costa, aderezado con una buena dosis de egolatría y engaño. Su ambición no tiene que ver con la necesidad de ver por otros, sino más bien servirse de otros para colmar sus ambiciones. Su paso por la política es un mero accidente que tiene que ver más bien con el deseo de venganza en contra de quienes nunca le concediero­n el estatus que él creyó tener, en un medio que lo despreció por sus excentrici­dades de mal gusto y riqueza de dudoso origen.

El precipicio que se abrió entre uno y otro es tan obvio que solamente la ignorancia o el fanatismo puede equipararl­os todavía. Puede no gustar el estilo de la señora Clinton, pero parece absurdo que se sigan poniendo en el mismo plano las caracterís­ticas personales y políticas de uno y otro candidato. No hay forma de compararlo­s, y tampoco debiera haber duda en torno a cuál tiene la capacidad para ser el próximo presidente del país más poderoso del orbe. Sin embargo, la realidad es necia, y los extremos del espectro político nuevamente se tocan: por razones aparenteme­nte diferentes, pero a final de cuentas igualmente dañinas, hay quienes siguen apostando por un cambio al vacío.

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