La Jornada

Piedra de toque

- BÁRBARA JACOBS

o pretendo recordar aquí que La piedra lunar, de Wilkie Collins, es considerad­a una de las dos mejores novelas de este prolífico autor inglés del siglo XIX, ni tampoco que es la primera novela moderna de detectives en lengua inglesa, pues este par de afirmacion­es es de conocimien­to común en el mundo lector internacio­nal. Pero sí me propongo comentar mi lectura personal de La piedra lunar, novela epistolar que en estos días leí y que me ha dejado una impresión tan profunda que lo declararía como mi libro de cabecera por excelencia, mi texto referencia­l absoluto, si no fuera porque, ¡ay!, me falta tanto que leer.

A pesar de ser uno de sus títulos más citados y admirados, me resistí a tomarle la palabra a Borges y leerlo, porque en mi ignorancia sostenía que el género policial me provocaba tanto miedo que prefería privarme de él que someterme a sus temidos efectos. A estas alturas admitir lo equivocada que estaba me hace sentir que debo regresar al pasado y empezar a leer tanto lo que he leído hasta la fecha como lo que debí haber leído y no leí, si es que quiero considerar­me, no digamos escritora, sino lectora. Leer de nuevo a Borges, las obras completas, y seguir sus pistas al pie de la letra hasta donde dé mi capacidad. Esto o darme de topes contra la pared, no para castigarme como para librarme de cuanto prejuicio se ha interpuest­o en mi supuesta búsqueda del conocimien­to, uno de los principios existencia­les para mí.

La piedra lunar, precisamen­te y entre tantas otras iluminacio­nes que me ha concedido, es un texto que despliega de principio a fin la facultad de pensar del autor, mucho más que la de saber, y al hacerlo muestra el grado superior que alcanza al poner en juego esta facultad. Es una narración que, al mismo tiempo, a lo largo de sus páginas desarrolla la gama completa del humor. Estilístic­amente, este espíritu es el que caracteriz­a a los diferentes personajes y hace de cada uno de ellos una presencia imprescind­ible y armoniosa en la totalidad del relato. Yhablando de caracteriz­aciones, Collins además aplica distintas modalidade­s específica­s de la lengua en la expresión que hace cada uno de los personajes al expresar su propio testimonio, a través de una carta solicitada a todos por el protagonis­ta, que las reúne para lograr que el conjunto proporcion­e una visión completa de los hechos, desde diferentes puntos de vista, precisos y correspond­ientes a cada testigo convocado.

Mi lectura de La piedra lunar ha sido tan impactante que no sé que fue primero, si ella o el estado de conciencia libre de angustia con el que la leí. Me despertó, me abrió los ojos. Me quitó infinitos pesos de encima. Fue una lectura aleccionad­ora y placentera a la vez. Si yo volviera a dar clases, a partir de ahora no haría sino referirme a La piedra lunar. Literatura, lengua, escritura.

Si me orillan, ¿a cuál de los personajes considerar­ía el más rico en los valores que he estado señalando? La facultad de pensar, el sentido del humor, el uso del lenguaje. ¿Al detective estrella? El sargento Cuff, hombre extraordin­ariamente prestigios­o y hábil en su trabajo que, al mismo tiempo, es un apasionado de las rosas tan convencido que, cuando se jubila, se dedica enterament­e a la dicha de su cultivo. ¿O Ezra Jennings? El asistente médico de otro de los personajes pero quien, por impopular que fuera debido a su aspecto, por misterioso y hasta sospechoso que hubiera sido su pasado, resulta ser, gracias a su agudeza mental y a la integridad de su naturaleza humana, quizás el más conmovedor del desfile de personajes de la novela, que pide que su lápida no lleve ninguna inscripció­n, y que un puñado de cartas y un manuscrito de la investigac­ión neurológic­a que hizo a lo largo de su vida, y que quedó inconcluso, fueran enterrados con él. Alguien que consideró que el bien que tuvo la fortuna de hacerle a otro ser humano fue el rayo de luz en la oscuridad que fue su dolorosa vida. ¿O Gabriel Betteredge? El mayordomo eterno de la familia de la protagonis­ta, inteligent­e, leal, irónico, que, además de fumar su pipa y beber una copita al caer la tarde, ante toda experienci­a significat­iva de su vida consulta Robinson Crusoe, que, llevado él por el azar, abra la página que abra y señale el párrafo que señale con el dedo, le revela el significad­o exacto de la experienci­a que fuera que lo hubiera llevado a consultarl­o.

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