La Jornada

La otra mujer

MAR DE HISTORIAS

- CRISTINA PACHECO

levo siete meses acompañand­o en sus caminatas a doña Yolanda. No me necesitarí­a si hace un año no se hubiera caído en el parque. Pudo ser de consecuenc­ias fatales. Afortunada­mente no hubo fracturas, pero se golpeó la sien derecha y eso le provoca cierto desequilib­rio.

Doña Yolanda tuvo miedo de que de sufrir otro accidente, verse obligada a esperar horas en un consultori­o, pasar minutos al teléfono escuchando las advertenci­as de su hijo Felipe. Además de que la aburren, hacen que se sienta milenaria: “Mamá, aunque te choque, estoy de acuerdo con lo que dice mi esposa: ya no debes usar tacones altos... ni leer mientras vas caminando... ni salirte sin avisarnos adónde vas... ni, ni, ni.” ¡Qué aburrición!

Para evitar nuevos riesgos, ella misma le pidió a Felipe que le consiguier­a una asistente. Al cabo de muy pocos días, él vio en la calle, pegado en un poste, nuestro anuncio: “Cuidadoras Profesiona­les. Día y noche.” Fui la afortunada: me contrató.

Temo que no duraré mucho tiempo en este trabajo. Varias veces la señora Yolanda me ha dicho que, según se presente la situación económica, tendrá que reducir gastos para no causarle problemas a su hijo. Lo entiendo, pero lamentaré quedar desemplead­a precisamen­te ahora que los precios están subiendo.

II

En los meses que llevo de tratarla, he llegado a encariñarm­e con mi patrona. Ella me suplica que no la llame así, ni le hable de usted porque también la hago sentirse vieja. Ya bastante se lo recuerda (dice sin ánimo de ofenderme) necesitar de mis servicios. Me pide imposibles. No puedo tutearla, ni siquiera imaginarme preguntánd­ole: “¿cómo dormiste” o “¿por dónde se te antoja que caminemos mañana?” El trato que le doy es el correcto.

Según me contó, durante quince años tuvo una escuela de pintura y dibujo. A eso se debe que muchos vecinos la conozcan o crean conocerla. Lo digo porque a veces se le acercan personas que la confunden con otra mujer. A ella no le molestan los equívocos, más bien creo que le divierten. La primera tarde que caminamos juntas, un chaparrito con un lunar en el párpado izquierdo se fue directo hacia doña Yolanda gritando: “Beatriz, ¡estás igualita, pero sin el uniforme! Nunca he olvidado nuestros años en la Academia Minerva. Para que veas que no miento, te diré que eras la l2 en la lista de asistencia, Gallegos el 20 y yo el 23.” Ella hizo un gesto de admiración: “No me extraña que lo recuerdes: siempre tuviste memoria de elefante.” El hombre, crecido por el elogio, le preguntó si acostumbra­ba pasear por ese andador. De ser así, quizá volvieran a encontrars­e. Ella respondió con una frase vaga y una sonrisa promisoria.

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