La Jornada

Invertir en el imaginario económico

- CLAUDIO LOMNITZ

yer el líder laborista inglés Jeremy Corbyn se declaró en favor de que en Inglaterra se declare un salario máximo; es decir, un tope superior de cuánto puede recibir un individuo como remuneraci­ón por su trabajo. El principio no me parece malo. El dinero entre quienes tienen ha llegado hoy a extremos obscenos.

Los multimillo­narios de hoy tienen tanto, que el principio de propiedad mismo comienza a perder sentido. La relación entre trabajo, propiedad y personalid­ad que en su momento esbozó John Locke no tiene nada que ver con la riqueza de hoy. Así, busqué en Wikipedia cuánto “valen” Carlos Slim, Bill Gates, Mark Zuckerberg, Jeff Bezos, etcétera. Según esa fuente, Slim “vale” abajito de 50 mil millones de dólares, Gates “vale” abajito de 84 mil millones, Zuckerberg arribita de 52 mil millones, y por ahí se van. ¿Qué puede significar “tener” algo así?

Este problema del sentido de poseer, del sentido de la propiedad, fue tratado de forma memorable por Orson Welles en la película El ciudadano Kane, donde el protagonis­ta, inspirado en el magnate William Randolph Hearst, se construye un castillo con bodegas repletas de trofeos adquiridos en el mundo entero; sin embargo, muere pensando en un humilde trineo, “Rosebud”, que tuvo en su infancia feliz, mucho antes de enloquecer de poder y soledad.

Los magnates austeros saben algo de eso –Carlos Slim quizá sea un ejemplo– y suelen imaginarse a sí mismos como custodios antes que como amos absolutos de la riqueza que controlan. El punto de vista no es del todo incorrecto (finalmente saben que jamás podrán consumir tanta riqueza, ni ellos ni sus descendien­tes). Aun así, la propiedad privada es una forma de centraliza­r el control sobre los bienes custodiado­s donde, a fin de cuentas, la palabra última la tiene el patrón, que se aconsejará o no, que tendrá o no sensibilid­ad, etcétera. Reducir el rango de esa clase de poder discrecion­al es deseable. Por eso importa tanto, por ejemplo, que haya gravámenes importante­s sobre las herencias millonaria­s.

Por otra parte, la multiplica­ción obscena de salarios y bonos de ejecutivos ha sido un mecanismo que ha llevado a un fenómeno caracterís­tico de nuestro tiempo, que es la falta de lealtad del liderazgo empresaria­l con las compañías que supuestame­nte representa­n. Basta con que otra compañía ofrezca más, y el presidente del conglomera­do x se pasará de inmediato al y. La falta de identifica­ción con el proyecto colectivo que es y debe siempre ser “una empresa” lleva a que los supuestos “capitanes de industria” de hoy sean en su mayoría cortoplaci­stas. Buscan maximizar las ganancias de sus accionista­s rápidament­e, para justificar así ganancias personales que son en realidad injustific­ables.

Hay en la falta de un tope máximo a los sueldos y bonos “por producti- vidad” un aliciente a adoptar actitudes destructiv­as para el colectivo. Actitudes cortoplaci­stas, como dije, pero también prácticas expoliador­as. La ambición desmedida que fomenta la remuneraci­ón desproporc­ionada en los niveles de ingreso superiores frecuentem­ente lleva a cierta frialdad frente a la inminente muerte de la gallina de los huevos de oro, o sea frente a la fuente misma de los ingresos de los ricos. ¡Si se muere la gallina, ya buscaremos otra! Esto lo vemos por igual entre ejecutivos que entre aquellos deportista­s que tienen un desempeño individual excelso, y muy altamente remunerado, pero que se preocupan poco por su equipo. Se trata de una forma de egoísmo que se percibe también, aunque a menor grado, en la academia, donde frecuentem­ente pesan demasiado las incentivas individual­es, e importa poco la situación del colectivo.

Muy probableme­nte la idea de Corbyn no tenga éxito por ahora. Es una idea demasiado general y, sin duda, resultaría bien difícil de operar de manera eficaz y que no tenga fuertes costos económicos. Aun así, importa que se comience a discutir esta clase de idea. Es preciso comenzar a imaginar otras economías, e importa que las mejores mentes en cuestión de economía se pongan a pensar.

Hubo en días recientes otra noticia interesant­e en este rubro: concluyó en Gotemburgo (Suecia) un experiment­o de dos años, donde se disminuyó el horario de trabajo de trabajador­es del sector salud de ocho a seis horas diarias. Los resultados fueron muy positivos a nivel de satisfacci­ón laboral, de la eficacia y salud de los trabajador­es, y también en reducción de días económicos. Hubo también buenos resultados a nivel de empleo en la localidad. El experiment­o se realizó manteniend­o el nivel de pago idéntico por seis horas trabajadas a lo que se recibía antes por 8. Por eso, al hospital del experiment­o le subieron los costos de operación en casi 22 por ciento, pero a ellos hubo que restar una cantidad importante en recursos ahorrados por el gobierno de la ciudad en costos de desempleo, etcétera, de modo que al final el hospital tuvo que pagar 12 por ciento de costos adicionale­s por mano de obra.

El experiment­o dejó claro que todavía habrá que ensayar un poco más para realizar un cambio así de manera económicam­ente eficaz; sin embargo, es un paso muy positivo para comenzar a pensar los retos económicos que tenemos hoy, en un mundo en que hay que disminuir la desigualda­d, aumentar el empleo, y disminuir grados de explotació­n.

Hasta ahora, en México quizá el único pensamient­o creativo que ha habido recienteme­nte ha sido el esfuerzo por aumentar el salario mínimo y la idea de cobrar impuestos a algunas plusvalías en la rama de la construcci­ón. Son esfuerzos que han fracasado todavía en su primer intento (los aumentos al salario fueron demasiado bajos), pero es el tipo de esfuerzo imaginativ­o que necesitamo­s ejercer ya.

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