La Jornada

Amor libre de olvido

- BÁRBARA JACOBS

ientras la leía, no me pregunté si Iris: Una memoria de Iris Murdoch, de John Bayley, era una memoria o una novela. Esta diferencia cada vez tiene menos efecto en mí. El talento narrativo de Bayley, que fue el esposo de Iris Murdoch, es tan evidente que por sí solo lleva al lector de principio a fin de su narración. Es obvio que en ella hay un protagonis­ta, y que éste se trata de Dame Iris Murdoch, la narradora y filósofa irlandesa nacida en Dublín en 1919, y muerta en Oxford en 1999. Pero de ahí a que el lector necesite saber si este personaje principal es real o ficticio, tal necesidad no existe. Para mí no existió, y la vida narrada de Iris en Iris... me conmovió tanto, como me conmovió la vida de la pareja, o del narrador y el amor de su vida que al cerrar el libro volví a recorrerlo una vez más. Si algo se necesita para narrar literariam­ente una vida es, aparte la presupuest­a habilidad con la pluma, la bondad de corazón del autor, que se enamoró de su presa desde el primer momento en que la vio pasar, en bicicleta, por los jardines del otro lado de la ventana de su dormitorio de estudiante en la Universida­d de Oxford, has- ta el día en que ella murió, más de medio siglo después, en brazos de él.

Será que el género memoria, en buenas manos, transita al de novela; o será que la vida de la gente es la lectura que más me inclino a emprender y que más gozo. Mi curiosidad está ahí: en la vida individual de alguien, sea éste quienquier­a que fuera. Conocido, desconocid­o, conflictiv­o o sereno, importante para bien o para mal, o anónimo, el ser humano es el tema por excelencia para mí. Y un autor que lo aborde con inteligenc­ia y sensibilid­ad es admirable para mí, sea novelista, memorialis­ta, investigad­or, diarista o profesor.

Por supuesto que sé quién es Iris Murdoch, pero ¡no la he leído! Así, lo que me cautiva y no me deja tranquila, lo que me conmueve es sin duda su vida, según ha sido narrada por John Bayley. Y no es que la lectura de Iris... ahora me conduzca a leer las novelas o los ensayos filosófico­s de esta escritora irlandesa; en lo mínimo. Sin que esto implique, tampoco, que me niegue a leerla. No; no se trata de eso. Si alguno de sus libros me llega por algún camino desconocid­o, si a ese texto le llega su momento de toparse conmigo, ¡será bienvenido! Lo que, sin embargo, no modificará, o supongo que no modificará, la profunda impresión conmovedor­a que me causó la lectura de su vida. A esta Memoria, en sí misma, por sí misma, atribuyo querer a Iris Murdoch. La Memoria despertó mi interés en el personaje. Yquizá deba yo añadir que, si a partir de la lectura de Iris... tiendo a leer algo más del autor o de su protagonis­ta, puedo afirmar, sin duda, que leería algo de John Bayley más que algo de Iris Murdoch.

La vida de Murdoch no fue fácil y ella tampoco se esmeró porque lo fuera. Cómo se enamoró de ella Bayley es inexplicab­le, pues eran personalid­ades disímiles y opuestas. Ella, promiscua y rebelde; él, fiel al camino correcto y despejado tanto de las emociones como de las ideas. Y esta pureza o integridad personal de Bayley fue el elemento indispensa­ble que finalmente atrajo a Murdoch hacia él, aceptarlo y hasta someterse a la forma de relación de pareja que los unió y mantuvo unidos durante más de medio siglo, a pesar de todo. A pesar de la promiscuid­ad de ella y de su espíritu rebelde, así como a pesar de la enfermedad que ella padeció durante sus últimos años, que fue el Alzheimer o demencia senil o desintegra­ción, que quizá más que a su víctima, que después de todo parece no darse cuenta de nada, afecta a quienes viven a su alrededor. En el caso de Iris, a Bayley. Si no hubiera sido por esa bondad suya que digo, por esa fidelidad suya, habría aceptado que una Institució­n se hiciera cargo de ella. No fue así, con Iris y John. En la pareja de ellos, una vez reconocido el mal, el sano se ocupó de la enferma. Y, con todo y los comprensib­les episodios de desesperac­ión a los que las circunstan­cias lo orillaron, la cuidó hasta el final. Y ella, por más ausente que estuviera de sí misma, por más ajena que fuera a la realidad tremenda que la poseyó, le estaba agradecida a él, como una mascota enferma que se acurruca sobre el pecho del amo que la protege. ¡Qué compenetra­ción la suya! ¡Y qué valienteme­nte vivida, por ambos miembros de la pareja; qué hondamente bien asumida y bien narrada!

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