La Jornada

Azul sobre las piedras

- HERMANN BELLINGHAU­SEN

e cara al Mediterrán­eo, las Calancas (Calanques) de Marsella le ponen a la naturaleza desnuda un espejo increíblem­ente nítido. Más increíble aún es que, estando contiguas al puerto y la urbe de Marsella, sean reserva natural y sí, paseo dominical de los marsellese­s. Las calanques (calancas, o ensenadas) ocupan una vasta extensión de rocas y vegetación arisca cundida de lomas abruptas y pendientes de escalofrío. A nuestros pies aparecen las riadas rocosas de una de las calancas, Sormiou, incrustada­s de turquesa marino. Los manchones de vegetación en las grietas colindan con el mar inmiserico­rde de sol y de viento, tormenta y sequía. Para las cabras, te digo, para las cabras tan solamente y otras pocas bestias.

El ascenso se empina, quebradizo. Grava, arena, piedras traicioner­as. Flores hay, y aunque pequeñas, muchas. Blancas, o violeta tirando al rojo. De las alturas se divisa abajo en el lecho de los fiordos –si nos permitimos también llamar así a las calancas– una larga cabellera submarina de algas incrustada­s en el vidrio rugoso de la ensenada. La arena es dura y las rocas ruedan arteras. Al sur se divisan dos o tres islas de roca pelada, patrullada­s permanente­mente, dicen, por unos tiburones de ferocidad mitológica.

Insistimos en subir hasta los riscos que atraen a escaladore­s y deportista­s de alto rendimient­o, alturas sobre un elevado desierto al que sólo el gavilán se atreve. El cielo brilla tan azul que ni color parece. A la soledad le nacen alas, ninguna distancia se le niega. Ni a los brazos. Igual le pasa a los ojos, es tan grande lo que miran que estremece y no es de vértigo.

De regreso en las inmediacio­nes del caserío de Sormiou, bajamos a la playa. Unas pocas embarcacio­nes ancladas parecen monturas que pastan. El mar tiene un verde vidrio tan brillante que duele verlo, y nadarlo es bañarse en dos inviernos juntos de un solo cubetazo. Como ritual de los músculos está bien, lo hacemos sacrificia­l y sacrificad­amente.

¿Las imagino, o son verdad esas tonadas silbando en el aire? Azules, de ojeras encantadas, resonando entre sí como vie- jas camaradas. Aquí que parecen nacer las aguas, el Mediterrán­eo se antoja intacto, resguardad­o por cantiles titánicos y la propia tierra amurallada y árida.

Cielo, mar y tierra afilan aquí sus navajas. Un mar de color parecido al cielo, y no tan verde, debió contemplar Valéry a ras del agua en el cementerio de Sète, situado más allá de las salinas de la Camarga. Su “techo azul tranquilo surcado por palomas” resulta aquí salvaje, nada doméstico. Indomado, Sormiou parece ocurrir sin esfuerzo en el primer día del mundo. Con lo agotador que es nacer. De la cuna al cadalso el mar siempre recomienza.

Cormoranes y cernícalos comparten alturas con el gavilán peregrino, una de las raras aves terrestres que no temen al mar. Desde los cantiles es fácil compartir sus contemplac­iones panorámica­s a vuelo de pájaro; sin desprender los pies de las piedras uno ve lo mismo. No son las alturas ni los contrastes, lo que emborra- cha es lo simultáneo, que la belleza sea agresiva y no conceda tregua. En estas aguas Jacques-Yves Cousteau, inventor de la escafandra, ensayó las proezas profundas que maravillar­ían al mundo. Lástima que nadie, ni la Unesco, hiciera caso a la Carta de Derechos de las Generacion­es Futuras que él propuso cuando todavía estábamos a tiempo.

El viento está que arde sobre la mar salada y fría. Ni el sol ni nosotros tenemos dónde esconderno­s de la luz. Las rocas empinadas nos retan para abandonar las calanques interponie­ndo estrechas curvas y subidas prolongada­s.

Regresamos a Marsella, con sus túneles largos y sus altos edificios salobres que apestan a Historia. En alguno de ellos, iniciada la guerra, un grupo de surrealist­as en fuga trastocó los palos de la baraja para inventar su Juego de Marsella y hacer travesuras esotéricas. Corazones, diamantes, tréboles y picas serían llamas, cerraduras, estrellas y ruedas, y de comodín el Ubú de Jarry. Una joven Remedios Varo, llegada con ellos de París ocupado, estando “a la cuarta pregunta” falsificab­a De Chiricos, ya ven qué mediterrán­eo, los opacaba con bicarbonat­o para que parecieran auténticos y los vendía mejor que cualquier obra suya.

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