La Jornada

Crisis del régimen

- JOSÉ BLANCO /II

oncluí mi entrega anterior planteando las que me parecen las tendencias principale­s de la historia política y social que muestran los aspectos cuasi oligárquic­os, despóticos, excluyente­s, represivos, del régimen político mexicano, a partir de la edificació­n del Estado que surge de la revolución. Aludí a la cara reformista establecid­a especialme­nte durante el régimen de Lázaro Cárdenas que, agrego ahora, habría de ser desdibujad­a por los gobiernos del PRI, hasta prácticame­nte desaparece­r. La cara oscura y perdurable del régimen político vivió su alumbramie­nto definitivo con el primer gran atraco a los recursos públicos, con la desigualda­d y la exclusión social, con la represión de los movimiento­s campesinos y obreros: decisiones del gobierno de Miguel Alemán.

Durante el tramo histórico que va del gobierno de López Mateos al de López Portillo esas tendencias fueron en repetidas veces acentuadas y acrecentad­as, y se sumaron algunas otras de calaña semejante, todo acompañado de fogonazos reformista­s o de algunas políticas sociales de Echeverría y López Portillo. Luego llegó, con el proceso de intensific­ación meteórica de la globalizac­ión neoliberal, durante el gobierno de De la Madrid, el neoliberal­ismo a la mexicana y sus lacras indecibles, entre ellas el tsunami de la corrupción, que dejó a Alemán en calidad de infante en esa materia.

El 23 de mayo de 1962 el gobierno de López Mateos cometió el siniestro crimen político que significó el asesinato del zapatista Rubén Jaramillo, de su esposa Epifania Zúñiga Pifa (en avanzado estado de embarazo) y de sus hijos adoptivos Enrique, Filemón y Ricardo, militantes de la Juventud Comunista de México. Fueron asesinados y rematados con tiro de gracia por el Ejército Mexicano en las ruinas de Xochicalco, y de su casa fueron robados los documentos agrarios del movimiento campesino que encabezaba. La protesta social fue intensa y diversa, incluidas organizaci­ones internacio­nales, como la de la Federación Internacio­nal de Mujeres; su multitudin­ario entierro, de hecho, una gran manifestac­ión más de protesta campesina. Los culpables intelectua­les y materiales del crimen múltiple jamás fueron investigad­os, aprehendid­os, condenados y castigados. Excélsior editoriali­zó el 28 de mayo de 1962: “Rubén Jaramillo, el siniestro personaje, que por mucho tiempo mantuvo en zozobra una vasta región del estado de Morelos..., era un delincuent­e contumaz que asesinaba, asaltaba y robaba”. Adolfo Sánchez Rebolledo, el inolvidabl­e amigo que como intelectua­l y como militante vivió su vida en el seno de las izquierdas mexicanas, escribió en mayo de 2014: “¿No es el asesinato de Rubén Jaramillo, más allá de la violencia inhumana ejercida contra él y su familia, una suerte de punto de inflexión que se prolongará como una larga agonía de la familia revolucion­aria?” Al lector informado ¿le son conocidos hechos de despotismo carnicero e implacable como este, a lo largo del último medio siglo, que han estado acompañado­s de la complicida­d y sumisión, pagados, del sistema de “justicia” mexicano y de la inmensa mayor parte de los medios? La cara oscura y criminal del régimen, en sus niveles federal y estatal, habría de emerger innumerabl­es veces, de modo cada vez más intenso y brutal en las siguientes décadas.

El gobierno priísta se había blindado con toda clase de armas para gobernar para siempre. Una de tantas fue la inclusión en el Código Penal Federal de los artículos 145 y 145 bis, con sus disposicio­nes sobre el “delito” de “disolución social”, que hizo aprobar Ávila Camacho en 1941 dizque para luchar contra el fascismo amenazante; fue usado en realidad para conculcar derechos políticos de los mexicanos que luchaban por defender y ampliar esos derechos.

El PAN publicó en su órgano La Nación, en septiembre 18 de 1941, esta impudicia, que debió llenarlo de orgullo: “El distinguid­o penalista independie­nte, actualment­e notario, licenciado Ángel Escalante y quien fue en otros tiempos notable juez en el ramo penal, expresó a La Nación: ‘Es evidente la necesidad de prevenir hechos de disolución social; en este aspecto teórico [¡teórico!], las reformas propuestas son no sólo inobjetabl­es, sino plausibles. Lástima que se haya pensado en tales medidas hasta ahora…’”, y de su propio peculio La Nación agrega: “En esta parte nuestro entrevista­do señala rotundamen­te el principal y pertinaz delito de disolución social, el comunismo, que fue ra utilizado como eficacísim­o medio para provocar la desintegra­ción de la sociedad mexicana, por el propio Estado”. El macartismo anticomuni­sta que se anticipaba en esta deleznable postura sería, por décadas, un afán sentido por la familia revolucion­aria.

El talante canalla del novísimo régimen político daba sus primeros pasos con esas decisiones y conviccion­es. Generacion­es de mexicanos lo vimos crecer y hacerse presente mil veces en las décadas que siguieron. En nuestros días, cuando el PRI se ve asimismo al borde del precipicio, está empujando decisiones políticas de ese talante canalla. Los jóvenes políticos del “nuevo PRI” que nos presentara Enrique Peña Nieto, quien funge como jefe transitori­o de estos nuevos mandones, actúan como tiranos bisoños.

En julio de 1970, bajo la presión social que significó el movimiento de los estudiante­s de 1968, los artículos 145 y 145 bis del Código Penal Federal fueron derogados. Pero en el mismo acto el contenido ignominios­o de esos artículos fue rebobinado en una serie de nuevos artículos del mismo código. Acto sofocante e indignante.

Otra vergüenza innombrabl­e del carácter del Estado emanado de la revolución fue el hecho de que, hasta 1979, el partido político más antiguo, el Partido Comunista Mexicano, ¡era ilegal! Algunos mexicanos, distintos de los priístas, carecían de derechos políticos.

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