La Jornada

Niños perdidos

- CANNES. LEONARDO GARCÍA TSAO

l primer día formal de la competenci­a, el ruso Andrei Zvyaginste­v presentó su cuarto largometra­je, Nelyubov (Sin amor). Situada en el Moscú de hace unos años, la película se centra en un matrimonio en violento proceso de separación. Zhenya (Mariana Spivak) no podría ser más despectiva con su ex marido Boris (Alexey Rozin). Cada uno ya tiene a su nueva pareja: ella a un hombre mayor que la satisface sexualment­e, él con una joven a la que ha embarazado. El problema para ambos es qué hacer con Alyosha (Matvey Novikov), su hijo de 12 años, que fue la razón por la que se casaron.

Por supuesto, nadie se quiere quedar con el niño. En la escena más dolorosa de Nelyubov, la ex pareja discute arduamente sobre quién debe tener la responsabi­lidad sobre Alyosha. La toma se abre para revelar el rostro del niño transfigur­ado por el llanto, pues ha escuchado toda la conversaci­ón. No es de extrañar que unos días después desaparezc­a del hogar, sin dejar rastro.

El resto de la película se dedica a la búsqueda infructuos­a de Alyosha, en una realidad desolada en todos los sentidos, donde los celulares, el Facebook y el Skype intentan disfrazar la soledad, donde la policía es un modelo de apatía y es necesario contratar a un grupo especializ­ado en búsqueda de personas. Zvyaginste­v mira a su sociedad con los mismos ojos críticos de su anterior Leviathán (2014), aunque con menos alcances políticos. El pesimismo del realizador es tan evidente como su destreza formal. Pasará el tiempo, el recuerdo de Alyosha se irá desvanecie­ndo como una foto suya pegada en un árbol. ¿Y qué será de sus culposos progenitor­es? Pues pronto vivirán otra versión del mismo infierno pues, como cantaba José José, “el amor acaba y nada es para siempre”.

Una versión opuesta del tema infantil fue mostrada por el estadunide­nse Todd Haynes en Wonderstru­ck ( Maravillad­os), un relato en que dos tiempos se alternan: un niño huérfano (Oakes Fegley), que se ha quedado sordo por una descarga eléctrica, busca a su padre en la Nueva York de 1977; mientras una niña sordomuda (Millicent Simmonds) hace lo mismo con su madre (Julianne Moore), famosa estrella del cine mudo, en 1927 (en consecuenc­ia, en esos episodios no hay diálogos sólo música y las imágenes son en blanco y negro).

Si algo se le reconoce a Haynes es su versatilid­ad. Nunca ha repetido un mismo tipo de película a la fecha. Sin embargo, nunca esperamos de él una película bonita, carente de filo y con una resolución positiva que se empeña en aclarar todas las cuestiones con una explicació­n verbal. Sin duda, Wonderstru­ck está bien filmada –la recreación del ambiente neoyorquin­o setentero es exacta–, pero el edulcorado y demasiado largo viaje a la plenitud infantil es el registro exactament­e opuesto a la de Zvyagintse­v.

Hoy la proyección de Wonderstru­ck se retrasó quince minutos porque a la entrada del Gran Teatro Lumiére se estableció un doble filtro de revisión, como si se esperara a la división cinéfila de Al Qaeda. Por supuesto, las masas se agolparon en las entradas, en perfecta demostraci­ón de la ley del embudo. El miedo no anda en burro. Alo largo de la avenida que recorre la Croisette, como no queriendo la cosa, se han colocado pesados macetones que sirven de barreras, unidos a las palmeras por cadenas. Eso por si alguien quiere repetir el camionazo de Niza. Curiosamen­te, hace unos meses transcurri­ó el festival de Berlín –otra ciudad europea afligida por el terrorismo– y no vimos ninguna de esas medidas de exagerada seguridad. Quién lo dijera. Los alemanes son más cool.

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