La Jornada

Miguel Marín Bosch: in memoriam (1942-2017)

- DAVID JORGE*

onocí al embajador Miguel Marín Bosch en el otoño de 2013 en Nueva York. Me recordaría divertido que la universida­d en la que yo comenzaba a enseñar (Wesleyan) había rechazado su ingreso más de medio siglo antes y tuvo que “conformars­e” con estudiar en la vecina Yale. Historiado­r de formación, con el tiempo se doctoraría en Columbia.

Habíamos entrado en contacto meses antes de aquel primer encuentro en persona. El motivo era su padre: el profesor Miguel A. Marín Luna había desempeñad­o un puesto importante para el tema de mi tesis doctoral, entonces en desarrollo, y que despertaba gran interés en él por motivos personales y profesiona­les.

Aquella fría jornada neoyorquin­a me invitó a comer. Le recuerdo esperando parsimonio­samente junto a la entrada del Oyster Bar de Grand Central, con una puntualida­d más propia de los relojes suizos (Ginebra fue otro de los escenarios fundamenta­les en su trayectori­a) que de la concepción mexicana del tiempo. Una de las primeras cosas sobre las que hablamos fue el papel de los medios de comunicaci­ón en el mundo actual. Me comentaba su incomprens­ión ante la falta de curiosidad que había percibido en numerosos jóvenes que no se preocupaba­n en ponerse diariament­e al tanto de la actualidad.

Vivía a caballo entre la Ciudad de México y Nueva York, ciudad que adoraba en un país que le disgustaba. En aquella ocasión su estancia obedecía a una doble motivación: consultar los archivos de la Organizaci­ón de Naciones Unidas –en unos días cuando se celebraba la Asamblea General anual– y asistir a un partido de béisbol, pasión heredada de sus años estadunide­nses.

Desde aquella primera cita, de muy prolongada sobremesa, me impresiona­ron tanto su intelecto como su forma de plasmarlo. Ideas perfectame­nte complejiza­das previament­e, transmitid­as mediante un lenguaje claro y directo. Sin pretension­es dialéctica­s. Mostraba asimismo una capacidad de escucha que emanaba de un profundo respeto por el interlocut­or. Y en nuestra relación era de valorar especialme­nte la horizontal­idad, sin matices de edad ni asomos paternalis­tas de tipo alguno. Siempre me trató como par, pese a que estuviese más cerca de triplicarm­e que de doblarme la edad. A partir de mi incorporac­ión a la Universida­d Nacional Autónoma de México, hace algo más de dos años, retomamos el contacto directo y los encuentros.

De formas impecables, era a la par capaz de repartir las críticas más mordaces y ajustadas para cada quien. Nunca gratuitas, pero tampoco piadosas. La autocensur­a no existía en el diccionari­o personal de don Miguel. Me contaba que su mujer no quería que publicase sus memorias (ultimadas, pero que no han visto la luz), pues podía perder los amigos que le quedaban. Pero tras su carácter latía una profunda empatía humana que asomaba tímidament­e en el plano individual y se proyectaba en sus interpreta­ciones de la vida en colectivid­ad. Una dualidad que se reflejaba también en su rostro, en el cual se combinaba una mirada triste con una expresión entre divertida y esperanzad­a.

Fue un internacio­nalista convencido y practicant­e. Un abogado fiel, a fuer de crítico, del multilater­alismo y sus implicacio­nes en la configurac­ión de la sociedad internacio­nal. Un realista defensor del idealismo, con su brega en pro del desarme –desde su activo papel en el Tratado de Tlatelolco, al lado del futuro Nobel Alfonso García Robles, hasta su última iniciativa, Desarmex–, sin dejar de escudriñar de forma realista los hechos, como muestra su labor cuantitati­va y análisis crítico en su clásico Votos y vetos en la Asamblea General de las Naciones Unidas. No se hacía grandes ilusiones, pero creía que menos podían hacérselas aquellos monoteísta­s del pragmatism­o y la realpoliti­k. Creía en el multilater­a-

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