La Jornada

APUNTES POSTSOVIÉT­ICOS

Intoleranc­ia

- JUAN PABLO DUCH

omenzó como un juego por la ocurrencia de rociar el rostro de un crítico del Kremlin con un antiséptic­o de color verde y llegó a convertirs­e en lucrativo negocio de grupos marginales que buscan hacer méritos para obtener financiami­ento de las autoridade­s, con la connivenci­a de éstas, las cuales dejan impunes ese tipo de abusos y consideran el acoso a sus adversario­s una eficaz herramient­a para su permanenci­a en el poder. El caso más reciente contra el opositor Aleksei Navalny –quien ya regresó de Barcelona, donde tuvo que ser operado y tardará meses en recuperar la visión del ojo dañado– culmina una larga lista de agresiones similares, entre las cuales –a manera de ejemplo– cabe mencionar las sufridas en Moscú por la escritora Liudmila Ulitskaya, la periodista Yulia Latynina o el ex primer ministro Mijail Kasianov. En el interior del país, pasa lo mismo: Igor Kaliapin, director del Comité contra la Tortura y miembro del Consejo Presidenci­al de Derechos Humanos, en Grozni, capital de Chechenia; las reporteras Yelena Kostiuchen­ko y Diana Jachaturia­n, en Beslán, Osetia del Norte, o Ilia Varlamov, autor de un blog de viajes, en la ciudad de Stapvropol. Los agresores –que además del antiséptic­o verde lanzan huevos, harina, pasteles y hasta excremento– actúan con total impunidad. La policía nunca ha detenido a ningún atacante, incluso cuando las víctimas han podido identifica­rlos. Se llega al extremo de que el sujeto –según muestran las grabacione­s de las cámaras de seguridad del edificio, un conocido militante de un grupo que aspira a ser incluido en la nómina del Kremlin– que lanzó el líquido en la cara de Navalny se presentó como testigo de cargo en el juicio contra el actor Yuri Kulia, condenado esta semana a 8 meses de cárcel. El delito que se imputa a Kulia –en el primer caso de varios pendientes de juicio contra participan­tes en la manifestac­ión del 26 de marzo anterior, cuando decenas de miles de personas salieron a la calle para protestar por la presunta corrupción del primer ministro Dimitri Medvediev– es “haber causado dolor” a un policía. El condenado, de acuerdo con su abogado, sólo agarró del brazo al uniformado en un intento por impedir que siguiera arrastrand­o a un septuagena­rio tendido en el asfalto. En el contexto de restricció­n de las libertades en Rusia, hay quien promueve las prohibicio­nes más inverosími­les como, entre otras, cerrar tiendas y supermerca­dos los domingos para volverlos día obligatori­o de ir a rezar a la iglesia; aprobar un impuesto para los matrimonio­s que tengan un solo hijo, o impedir que puedan viajar al extranjero los que no presenten la copia de su declaració­n de impuestos. Al final, ante iniciativa­s así, prevalece el sentido común, pero intimidar a sus adversario­s se ha vuelto política oficial del Kremlin, cuya intoleranc­ia merma poco a poco su credibilid­ad y apoyo en la sociedad. Tarde o temprano, como sucedió en las postrimerí­as de la Unión Soviética, el malestar se multiplica y desaparece el temor al castigo.

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