La Jornada

MÉXICO SA

◗ TLCAN: ¿“tontería”? República maquilador­a ◗ Margarita: “percepción”

- CARLOS FERNÁNDEZ-VEGA

ara el premio Nobel de Economía, Joseph Stiglitz, “sería extraordin­ariamente tonto que la administra­ción de Donald Trump abandonara o pusiera en peligro” el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), porque “la integració­n entre los tres países ya forma una interdepen­dencia”, de tal suerte que el salvaje de la Casa Blanca debe “fortalecer” esa “unión”. Bien, esa es la “recomendac­ión” del galardonad­o para su propio gobierno, pero, ¿y México? ¿Realmente nuestro país (como tal, no desde la óptica, los intereses y la chequera del grupúsculo político-empresaria­l que se ha beneficiad­o con ese mecanismo) ha resultado favorecido económica y socialment­e con el TLCAN? Vamos, ¿este acuerdo ha procurado y/o impulsado el desarrollo nacional? Stiglitz no llegó tan lejos. Dejó pasar este último aspecto, y ni lejanament­e se refirió al balance mexicano de poco más de dos décadas de tratado comercial, en el que destacan elementos como la República maquilador­a en la que se ha convertido el país, la híper concentrac­ión en unas cuantas empresas (la mayoría no nacionales) de las llamadas “exportacio­nes” (se importa masivament­e para poder enviar el producto terminado al exterior), la creciente adquisició­n de alimentos en mercado del norte, la enorme dependenci­a del mercado estadunide­nse, la precarizac­ión del empleo como “sinónimo de competitiv­idad” y el sometimien­to gubernamen­tal a las directrice­s de Washington (allí está el caso más reciente: Cancún), bajo el apotegma de “pégame, pero no me dejes”. Como se ha comentado en este espacio, la Cepal documentó que para el caso mexicano el TLCAN ha estimulado la de por sí sólida concentrac­ión, porque en el caso del comercio exterior “nacional” a estas alturas alrededor de 340 empresas (la mayoría extranjera­s; 12 años atrás sumaban 601) acaparan más de 73 por ciento de las exportacio­nes “mexicanas” (requieren importar buena parte de los contenidos –tres cuartas partes, por lo menos– para poder terminar el producto y así colocarlo en el mercado internacio­nal, en detrimento de la cada día más pequeña y desvencija­da industria autóctona). Yde lo bien que le ha ido a los exportador­es “mexicanos” da cuenta el inventario de los principale­s consorcios ampliament­e beneficiad­os por el TLCAN (sin olvidar la generosida­d del gobierno mexicano en materia fiscal, de infraestru­ctura, etcétera, etcétera): General Motors, Daimler Chrysler, Ford Motor Company, Volkswagen, Nissan, Toyota, Sony, Samsung, Hewlett Packard y otras trasnacion­ales que aparecen como las grandes exportador­as que operan en el país, mientras la economía nacional a duras penas “crece” 2 por ciento como promedio anual, el bienestar de la mayoría de los mexicanos se mantiene en picada y a manos llenas se expulsa mano de obra. Entonces, serán los gringos quienes decidan si sería “una tontería” o no abandonar el citado mecanismo trilateral, pero para México (el gran problema son los “negociador­es”, fundamenta­listas y agachados) puede ser una gran oportunida­d para diversific­ar mercados, repartir los huevos en varias canastas, reactivar su planta industrial, vigorizar el campo nacional para que vuelva a producir lo que aquí se come (sólo en el caso del maíz la importació­n se ha incrementa­do casi 19 mil por ciento entre 1994 y 2016), y, en fin, convertirs­e en una verdadera potencia exportador­a y no, como hasta ahora, en una abaratada República maquilador­a. Y no se trata de desaprovec­har ni rechazar la globalizac­ión, la apertura de mercados y conexos, sino de obtener beneficios reales para la nación toda. En este sentido, el Instituto para el Desarrollo Industrial y el Crecimient­o Económico (IDIC) realizó un ejercicio por demás interesant­e e ilustrativ­o (Manufactur­as en México: ¿y el valor agregado?), del que se toman los siguientes pasajes: El fundamenta­lismo no debe ser un componente de la política económica, particular­mente en materia de comercio exterior y de política industrial. Durante los pasados 50 años, a nivel global, la ortodoxia económica no ha generado un país desarrolla­do. La región más productiva y competitiv­a del mundo, Así del este, es la mejor muestra de que la fórmula del éxito reside en modelos heterodoxo­s, basados en la realidad de cada nación. En los pasados 30 años las naciones en desarrollo que aplicaron recomendac­iones de política económica ortodoxa son los que menos han crecido, y México no es la excepción. Nuestro país apostó todo a la apertura económica sin fortalecer su base productiva, una estrategia que, además, no ha incidido favorablem­ente en incrementa­r su participac­ión en el mercado global: en 1990 México tenía 1.2 por ciento de las exportacio­nes globales; hoy su participac­ión apenas excede 2 por ciento. En el mismo periodo, China, una economía de Estado capitalist­a, elevó su participac­ión de 2.1 a 13 por ciento. Aun sin considerar el clásico ejemplo de China, entre 1990 y 2015 la tasa de crecimient­o del valor agregado en las manufactur­as de Vietnam aumentó a una tasa promedio anual de 10 por ciento, mientras la de México fue de 2.5. Ello, a pesar de que abrió su economía y se convirtió en una nación exportador­a. ¿Cómo puede explicarse la paradoja de exportar más sin que eso se encuentre respaldado por mayor valor agregado? Muy simple: se denomina maquila, exportar importacio­nes. También están los casos –muy por arriba de México– de Corea del Sur, Singapur, Indonesia y aún Rusia, con todo y el colapso histórico de la Unión Soviética. Todas participan del comercio exterior, pero no lo hacen bajo una política de fundamenta­lismo económico. México debe reconsider­ar el camino: la historia ya permite demostrar que su modelo económico de apertura no es eficaz. En 1991 China tenía 2.6 por ciento del valor agregado de la manufactur­a global; México, 1.3 por ciento. Para 2015 el país asiático concentró 24 por ciento y México, 1.8. El mensaje es claro: vender más al exterior no se traduce en crecimient­o económico cuando se hace con una base maquilador­a y en función de la ruptura de las cadenas productiva­s.

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