La Jornada

“Entusiasta y eficaz”, el arte del cinefotógr­afo Arturo de la Rosa

Entregan la medalla Salvador Toscano a decano en el séptimo arte

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De niño jugaba en los Estudios Churubusco. De joven aprendía de maestros de la talla de Manuel Álvarez Bravo y experiment­aba audazmente con los movimiento­s de la cámara. De adulto retrataba con su lente realidades alternas, que quedaron ya grabadas en los anales del cine mexicano. Ayer, a los 72 años, el cinefotógr­afo Arturo de la Rosa (Ciudad de México, 1945) recibió la medalla Salvador Toscano al Mérito Cinematogr­áfico.

El jueves pasado, en una noche de amigos, compañeros del séptimo arte, como el director Roberto Rochín, estudiante­s y cinéfilos, se celebraron las cinco décadas en el cine del egresado del Centro Universita­rio de Estudios Cinematogr­áficos (CUEC), quien recibió la presea de manos del director de la Cineteca Nacional, Alejandro Pelayo, y Alejandra Moreno, de la Fundación Salvador Toscano.

De la Rosa, quien cuenta con casi 90 títulos (entre documental­es y ficciones), agradeció haber tenido la oportunida­d de “estar en un mundo en el que se abstrae uno de la realidad para entrar a otro universo donde quizá nuestro espíritu se eleva un poquito más”.

En sus tiempos de estudiante “la fotografía era una cosa muy técnica, y la mayoría no le entraba”, pero el fotógrafo convivía con esa labor desde niño, cuando visitaba a sus tíos Martínez Solares en los Estudios Churubusco, donde incluso llegó a trabajar de extra en las películas de Clavillazo.

En su intervenci­ón, Pelayo resaltó la maestría del artista, cuyo “cine modesto, realizado con más entusiasmo que medios y capaz de resolver cualquier carencia de producción”, lo condujo al paso de los años a convertirs­e en un “fotógrafo esencial en la historia de nuestro cine”.

Durante la velada se proyectó también una entrevista en la que De la Rosa narra, con la sencillez y modestia que lo caracteriz­an, la trayectori­a que comenzó en las aulas del CUEC en un tiempo convulso como fue el 68, una “época difícil en la que las clases fueron más en la práctica que en la teoría.

“Sí hice películas interesant­es”, afirmó en tono de broma, entre risas de los asistentes. “Me tocó una década de espontanei­dad, en la que no había ideas tan preconcebi­das. Ahora ya casi no se experiment­a”, lamentó el ganador de tres Arieles por la fotografía de las cintas Crónica de familia (Diego López, 1985), Ulama: el juego de la vida y la muerte (Roberto Rochín, 1986) y Goitia, un dios para sí mismo (Diego López, 1989).

Con el galardón atesorado en las manos y una sonrisa constante, el cinefotógr­afo confesó que lo que más ama de su trabajo es la creativida­d del cine, ya que “fue uno de los primeros artes colectivos en los que intervinie­ron muchos artistas. Además, lo que más disfruto son los personajes que van contando una historia”.

El reconocimi­ento de quien ha trabajado de la mano de directores como Alfredo Gurrola, Marcela Fernández Violante, Diego López o Roberto Rochín, culminó con la proyección de Goitia, un dios para sí mismo, en la que su cámara se convirtió en un pincel para delinear con luz el universo del pintor mexicano.

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El fotógrafo muestra su presea, al lado de Alejandro Pelayo, director de la Cineteca Nacional, y Alejandra Moreno, de la Fundación Salvador Toscano ■ Foto Daniela López Amézquita

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